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Hasta hace unos años, no tantos, esto era un bar de carretera. Una de esas tabernas al borde del camino que lo mismo despachaba cafés y bocadillos a los camioneros, tragos de vino, periódicos o décimos de lotería. Todavía una gran fotografía en el recibidor recuerda a los abuelos de Elena Lucas, Luciana y Andrés, preparando la barra con tazas y platillos para los desayunos de la mañana siguiente. Se les ve sonrientes y festivos, como si intuyeran que, en manos de su nieta –y de su marido, Diego Muñoz–, aquella modesta casa estaba llamada a convertirse en una mesa conocida en todo el país.
No es un caso único, algunos restaurantes célebres como Arzak o Casa Gerardo empezaron como una venta más o menos corriente al borde de una carretera. Supongo que lo que marcó la diferencia, tanto en el Alto de Vinagres, en la carretera de Prendes o en la N-234 que surca el pueblecito soriano de Navaleno, ha sido la inquietud de esos niños a los que les salen los dientes en un bar y espabilan acostumbrándose a ver caras nuevas, pero en lugar de seguir la carretera para volar del nido, consiguen que el mundo se mueva para venir a verles a ellos.
«¿Qué diría mi abuela al ver su bar luciendo una estrella Michelin? Hija, ¿cómo lo has conseguido?», ríe Elena Lucas, heredera de aquella mujer alegre, apellidada Lobo, a la que todo el mundo en el pueblo llamaba La Lobita. Cuando en 1952 sus abuelos se decidieron a abrir primero un bar y luego una casa de comidas, pensaban en atraer a los viajantes, los tratantes de madera o los obreros de la montaña que recorrían esa vieja carretera, jalonada de pinares, que trazaron los romanos. «Ni soñaban con que la gente hiciera el viaje expresamente para comer en su casa». Hoy gastrónonomos de todo el país están dispuestos a hacer cientos de kilómetros hasta este remoto rincón de la sierra de La Demanda para comer un menú íntegramente elaborado con setas.
«Mi abuelo conocía muchísimas especies y disfrutaba recolectándolas, pero entonces no se les daba tanto valor gastronómico». Ha sido ella quien, dándole la vuelta a la ecuación, compone un banquete de lujo donde la carne y el pescado solo sirven para enriquecer caldos y salsas, pero lo magro de cada plato es siempre una seta.
En manos de Elena Lucas una 'merluza a la romana' es en realidad una macrolepiota rebozada, acompañada de una mahonesa caliente de carabinero que aporta el recuerdo marino, una seta coliflor puede emular a unos sustanciosos callos, la pepitoria está hecha a partir de pie azul y el plato fuerte, que en cualquier otra mesa sería indefectiblemente un trozo de carne, aquí es un portentoso Boletus edulis de textura turgente, acompañado de una crema de cecina. La pregunta que recorre todo el menú, jugando con maestría a la ambigüedad, es ¿cuál es la guarnición y cuál el ingrediente principal?
En una escena gastronómica en la que muchos restaurantes de alta cocina acaban dejando en el comensal cierta sensación de dejà vu –los mismos ingredientes suntuarios, los mismos emplatados floridos, los mismos recursos técnicos–, La Lobita resulta poderosamente original, sin necesidad de complicarse demasiado la vida. «Nos limitamos a sacarle partido a lo que más abunda a nuestro alrededor, que son las setas», dice Elena con modestia.
De ese bosque que le rodea obtiene no solo la materia prima, sino también la inspiración para recrear las sensaciones de un paseo recolector o los aromas que envuelven el ambiente a lo largo del año. Rinde homenaje a recetas ancestrales, como el ajo carretero, o a la vida de sus vecinos, como en el plato que evoca las serrerías del pueblo. Los aperitivos, que se sirven donde estuvo la antigua taberna, celebran esa historia familiar a través de revisiones de clásicos de la barra como la ensaladilla rusa o la tortilla de patatas. En todas las fases de la secuencia encontramos setas, hasta en ese helado de hongos con chocolate blanco fermentado y ciruela roja ácida que despide el menú.
Acompaña ese festín micológico una bodega de altura, custodiada con celo por Diego Muñoz. Su querencia natural por las burbujas, su incansable búsqueda de rarezas y su afán por rescatar añadas históricas de grandes clásicos hacen de La Lobita uno de esos restaurantes a los que uno llega fantaseando con lo que va a descorchar. Merece la pena dedicar el tiempo necesario a bucear en una carta de vinos que, para deleite del público, no carga demasiado los precios. Poco amigo de maridajes complicados que pueden llegar a confundir el paladar, Diego apuesta por abrir una botella de referencia que recorra toda la comida, con incursiones puntuales de copas donde la armonía esté realmente justificada. No desaprovechen la ocasión de ponerse en sus manos.
El tándem Elena y Diego está al frente de la casa desde hace dos décadas, en las que se han empleado a fondo en darle la vuelta a la empresa familiar. «Al principio parecía una locura pero teníamos claro que, si queríamos seguir viviendo de esto, el negocio tenía que cambiar». Como muchos restaurantes de pueblo que han ido ganando proyección, se vieron en la disyuntiva de renunciar a su público de toda la vida para ganar una clientela nueva, dispuesta a valorar una propuesta más sofisticada. La confirmación de que estaban en el camino correcto llegó en 2014, cuando consiguieron la primera estrella Michelin para Soria.
Desde entonces han reformado el establecimiento, rindiendo homenaje a su pasado y otorgando todo el protagonismo de la sala a los dos grandes ventanales. A través de ellos el comensal se zambulle en ese paisaje de montaña que Elena consigue llevar al plato con sensibilidad y oficio. Su casa es hoy una referencia nacional de la alta cocina micológica, pero hay algo en ella –quizá la calidez con la que se recibe al forastero– que sigue remitiendo a aquel modesto bar de carretera de sus abuelos.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras (gráficos)
Lucía Palacios | Madrid
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