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Julián Méndez
Viernes, 10 de abril 2020, 01:17
Es un dique. Si fuera futbolista se la rifarían en la Champions. Pero trabaja en una panadería. Se llama Oli Novo y es un cascabel. Junto a Vicente López, su marido, el encargado de manejar el horno con sus enormes guantes de fogonero, Oli representa un muro de contención ante el desaliento. Te entrega las barras y, al tiempo, te despacha una sonrisa y un piropo, aunque seas el mismísimo Quasimodo.
Crosta San Pantaleón, 2 bajo (Zalla). Tienda en Bilbao: Enkarterri Concept Store (Alameda de Urquijo, 40). 946123282. crostaogitegia.com
Artepan Jesús Guridi, 2 (Vitoria). 945278888. artepan.com
Bizkarra Tiendas en toda provincia. Teléfono del obrador de Usansolo: 944568508. www.bizkarra.com
Labeko Carnicería Vieja, 4 (Bilbao). 664508168.
Bikiak Heros, 17 (Bilbao). 944256953.
Parriaundi 15 tiendas repartidas por Bizkaia. www.parriaundi.com
–Toma, cariño…
«Expenden ánimos para todo el distrito y a los clientes mayores les dan mucha charla y ánimo. Conocen a cada cliente y se saben de memoria el pan que lleva cada uno», explica Pablo Martínez Zarracina, compañero en la retaguardia del periódico y asiduo de la panadería. «Llevan diciendo 'ya no queda nada' desde el segundo día del confinamiento. La máscara les da mucho calor y los guantes son un problema para envolver el pan y dar cambios…» Pero ahí siguen, en el tostadero de Parriaundi.
Oli y Vicente están frente a la boca de Metro de Indautxu, junto al puesto de frutas de Caridad. Su parada debería llamarse Esperanza.
En estos días en que tanto añoramos los saludos, los contactos y esa especie de terapia hablada que se establece entre vecinos cuando se sale a la compra, las panaderías (como los colmados, las pescaderías, las tiendas de chuches o los quioscos de prensa) se han convertido en el último escenario para una relación cordial fuera del hogar. El diván del psicoanalista sustituido por la totémica chapata. La magdalena de Proust y la miga caliente y aromosa con sus alveolos ovalados son lo mismo. A veces pienso que la verdadera medida de la civilización, su auténtico patrón, es esa modesta barra de pan y no aquel metro de platino iridiado que se conservaba en París.
Los griegos, que en cuestiones del alma lo inventaron todo, tienen una palabra para definir ese instante, ese chispazo. Lo llaman algo así como 'karmoleiti' y viene a representar el fugaz destello de felicidad que surge cuando se está triste.
«El pan es hogar, es vida, es familia… Para muchas personas mayores yo soy su único contacto con el exterior, la única cara distinta que ven en todo el día», sostiene Saturio Hornillos, patrón de Bikiak y encargado de repartir pan integral, de espelta, de salvia y avena por las calles de Lekeitio, donde tiene su tahona y el horno desde el que también surte a Bilbao. «Es un pan que a los mayores les sienta bien y que, muchas veces, no pueden ir a comprar por las limitaciones impuestas a sus desplazamientos, que no comparto. Son panes que les sientan bien. Salud. Tengo casos de clientes que compran panes industriales y se ponen malos del estómago», se lamenta.
En su despacho de Artepan de la calle Jesús Guridi, en Vitoria, Txema Pascual acaba de telefonear a su padre a Pamplona. Se llama Josemari y tiene 86 años. Josemari (los panaderos, como los doctores, no se jubilan nunca) hornea hogazas en casa dos veces por semana. «Ahora está probando harinas y hace nuevas mezclas, a ver qué le va saliendo», suspira Pascual, anonadado todavía por el terrible «puñetazo» que ha sufrido su actividad.
«La gente es muy, muy, muy comprensiva… Me gustaría destacar eso. La panadería es un espacio muy singular. Ahora hemos perdido esa magia del contacto. Aquí conoces el nombre de cada cliente, lo que lleva cada día, quién madruga y quién prefiere coger el pan al salir del trabajo… Conversas con ellos. Eso es fundamental. No me gusta que se pierda ese calor humano…», dice. «Además, hoy, las panaderías, al permanecer abiertas, llevamos a cabo un acto de responsabilidad. Proveemos de alimento a la población. Un alimento básico, que nos acompaña desde el desayuno a la cena», razona.
A las nueve de la mañana, Roberto Fernández Echevarría (52) aparca su furgoneta blanca junto a Crosta, frente a La Alhóndiga. Irati Cuadro despliega en el local las cajas de plástico con las que construye cada día el muro de contención para mantener distancias con los disciplinados clientes. Fernández ha perdido las ventas a los restaurantes (más del 75% de su negocio), pero sigue formando y horneando cada madrugada en su tahona de la calle San Pantaleón de Zalla. «De nuestro trabajo dependen las vidas de ocho familias y no queda otra que reinventarse», resopla mientras descarga hogazas de masa madre, bollería y pasteles.
«El pan es un producto simbólico, de primera necesidad. Nos acompaña toda nuestra vida. Esta crisis nos va a enseñar que debemos mantener esa pequeña tienda de pueblo donde venden el pan de horno de piedra y masa madre. Es el momento de recuperar la esencia de los productos perdidos del campo, de las verduras, de la leche… Alimentos que hacen personas con las que podemos hablar y que tienen un rostro y un nombre», asegura.
En estos días de confinamiento, la vida le ha regalado un rostro y un nombre nuevos a Sergio Álvarez, de Labeko. Acaba de ser padre de su tercer hijo, Aiora, una niña, y hablamos cuando terminan de realizarle la prueba del talón a la criatura. Sensaciones encontradas para este artesano que tiene sus hornos y harinas frente al Mercado de la Ribera.
«Por un lado, el repelús. A la gente hasta le da cosa tocar el dinero... Por otro, el civismo de los ciudadanos. Hemos establecido una separación de dos metros, que todos respetan… En la tahona aplicamos los mismos protocolos sanitarios de antes, incidiendo en la prevención y en la limpieza y siendo siempre muy conscientes de lo que hacemos», explica.
La cruz, claro, está en el descenso de las ventas. «Estamos por debajo de la mitad que antes», cabecea Álvarez. «No todos nuestros clientes viven en el Casco Viejo de Bilbao, que no es una zona poblacional. Venían de Santutxu, de Miribilla… Compraban en el Mercado y se pasaban a por nuestro pan. También, propietarios de restaurantes y bares que llevaban unas piezas para casa. Los controles de la Ertzaintza y de la Policía Municipal limitan ahora esos desplazamientos. Nos llaman mucho para ver si les podemos llevar el pan a casa. Pero es un producto muy barato, una baguette cuesta 1,10 €. No nos compensa», se lamenta.
A Eduardo Bizkarra (54) le satisface ese componente de «acto social», de ceremonia pautada, que posee la adquisición de una barra. «El sector sufre las consecuencias de la falta de tiempo del consumidor. Llegan en avalancha a los supermercados. La panadería tradicional tiene otro ritmo. Me gustaría que el cliente supiera lo que compra. Una barra de pan cocido pesa unos 380 gramos. Hay sitios donde se cobran 50 u 80 céntimos por piezas que, en ocasiones, no llegan a los 200 gramos. Un buen pan en la mesa es la mejor manera de comenzar el día, máxime en estas semanas de confinamiento. La encerrona nos ha traído mucha convivencia. ¿Problemas? Hay tiendas en que vendemos la mitad que antes. Pero, lo peor, es que no podemos hacer previsiones. No acertamos con el pedido diario porque la gente controla mucho las salidas y compran pan para dos o tres días», dice Bizkarra.
El pan, dicen estos artesanos, no tiene secretos. Es harina, agua y tiempo. Nada más. «Los nuestros son más saludables porque las harinas se molturan en molinos de piedra que mantienen el germen, las vitaminas y minerales. En los panes que se hacen en pocas horas –remacha Txema Pascual– no da tiempo a que el germen se transforme». Tiempo, ese bien preciado que no se puede comprar.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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