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Le llaman la Fuente Madre y es una surgencia a la entrada del casco urbano de Peñacerrada, al borde de la comarcal A-2124. El manantial forma un estanque cristalino, de aguas límpidas y gélidas, tachonadas por algas y plantas fosforescentes. «Salen 224 litros por segundo, según el último aforo. Y yo la he visto rebosar muchos años, con nevadas grandes, cuando había mucha humedad en los montes», presume Edorta Alonso Pinedo (59), el último molinero alavés en activo y custodio de un oficio tradicional que se extinguirá con él.
Dirección Urizaharra Hiribidea, 1
Teléfono 945367005
Edorta muele cada sábado una saca de trigo alavés de la variedad Florencia Aurora que cultiva en ecológico Alfredo Alonso, en Villambrosa, junto al lago Arreo, en el otro confín de la provincia. Hornea Alonso apenas un puñado de apretados y densos panes de 700 gramos con forma de molde, pero puede decirse que son panes alaveses cien por cien. Una auténtica rareza impulsada por la perseverancia de alguien que se niega a que su oficio desaparezca. «Muelo por mantener una tradición de casi 250 años y para que el molino de la familia siga vivo», confía.
Bajo nuestros pies, una joya etnográfica, pura arquitectura de supervivencia: un viejo molino artesano movido sólo por la fuerza del agua, con sus dos piedras francesas de pedernal que hace girar el torrente que mana, poderoso e infatigable, bajo la casona de piedra.
Los vecinos de Peñacerrada (hoy apenas 260, cuando en los buenos tiempos llegaron a ser cerca del millar), se veían obligados a moler su grano en el molino de Las Herrerías, del duque de Híjar. En 1778, se rebelaron y encargaron uno que sirviera al común. La cosa acabó en litigio, pero los de Peñacerrada no volvieron a bajar con sus mulos y burrillos cargados de sacos de grano hasta Las Herrerías ni tornaron a pagar una parte al duque por la moltura, la llamada 'maquila'.
«Con el paso de los años, el molino lo heredaron dos curas... hasta que mi tatarabuelo, Sotero Alonso, que vino de Ábalos, La Rioja, con su mujer, Aquilina Alonso, se hizo cargo de él como rentero. El día de su boda en Ábalos se oían los cañonazos de la Carlistada», explica Edorta el relato escuchado al amor de la lumbre.
Del bisabuelo Luis fue la idea de cocer pan para vender. El abuelo Prudencio, que tuvo nueve hijos, continuó con el negocio de la molienda que ahora lleva su nieto. Ellos cobraban un 10% en especie, es decir se quedaban con una parte de la harina obtenida, fórmula de cobro que se conoce como «a molienda» y que desapareció tras la Guerra Civil. Los molineros, dicho sea sin ánimo de señalar, nunca han tenido demasiada buena fama. «'Cambiarás de molinero, pero no de ladrón', dice un viejo refrán», se sonríe Edorta Alonso recordando el sambenito de los albos artesanos de la molienda. Hay algunos más, pero ninguno como éste, castellano: «De molinero a ladrón no hay más que un escalón, y es tan bajo, que lo sube un escarabajo».
Edorta nos conduce por el huerto hasta el arco de piedra que da entrada a la cueva donde se encuentra el ingenio del molino. El panadero gira una pieza y el manantial, retenido arriba en una presa, se derrumba, borboteando, y sale a través del saetín para dar en el rodete. Golpea con fuerza los álabes y el movimiento se transmite a la piedra superior (volandera) que gira sobre una piedra fija, la solera. Pura fuerza de la naturaleza. «Las piedras de sílex están rayadas, son como porciones de una caja de quesitos, y sujetas con dos llantas de hierro», explica el molinero que, los jueves, hornea tartas de queso para Andoni Vigalondo (de Queseando, en Vitoria).
Una vez arriba, Alonso se echa el capazo al hombro y lo vuelca sobre la tolva con el runrún telúrico de las piedras rodantes como música de fondo. Del guardapolvo de barnizada madera de pino sale una canaleta por donde cae la harina molida al arca. El grosor de la harina se regula estrangulando una cuerda de esparto, es el aliviador. Al lado, la cabria, una vieja báscula romana con sus pesas de anilla de dos hectog (200 g) y, colgados de un clavo en una columna, dos cedazos para cerner la harina.
Álava ha sido de siempre tierra de cereal (25.000 ha de las 80.000 ha de cultivo total) y, por tanto, territorio de moliendas, tolvas, piedras y celemines. Pero hoy, apenas queda éste de Peñacerrada que convive en la memoria de algunos con el viejo molino romántico de Legardagutxi, en Lermanda, a cuyo molinero, Miguel Castillo, «tan humilde y tan viejecito, trabajando siempre con afán…», cantó el bardo alavés Alfredo Donnay. La frase «en un rincón semioculto de la campiña alavesa...» es un detonante sentimental para generaciones de alaveses.
Uno, que recuerda las ruinas del viejo molino de la calle Eulogio Serdán de Vitoria, movido, supongo, por las aguas del Zapardiel y que ha visto bañarse a la familia en la represa del de Mendoza, tiene una viva querencia por estos ingenios utilitarios. Luis Azillona, proveedor en Gamiz Fika de harina de maíz txakinarto para grandes cocineros vizcaínos, es otro vestigio viviente de un oficio que nos remite a un remoto pasado de piedras rugosas, grano y sudor ligado a la supervivencia de la especie. Discos, aceñas, molinos con piedras de moler sacadas de las canteras de Samiano y Lapuebla, de Baranbio y de Markina...
Junto al oficio, desaparecieron también en Álava variedades locales de trigo adaptadas al clima y a la altitud bautizados como Involcable de Zambrana, Rojo de Sabando, Vitoria temprano, Mocho o Mocho Velloso, recuperados por Hasi y Neiker.
Sólo el molino de Peñacerrada muele hoy grano en Álava y es el último de una especie que se extendía por toda la provincia. Los primeros de los que se tiene constancia se construyeron en el siglo IX a la vera del río Olmecillo bajo el influjo de los monjes de Santa María de Valpuesta, según anota Carlos Martín Jiménez. Los hubo en Vitoria, Labastida, Agurain, Ozaeta, Oteo, Araia, Artziniega... Y en Abetxuko, molino que pasó a ser en su día la harinera de El Áncora, lo mismo que sucedió en Zurbano con la harinera de Molinuevo y Cía., y en Santa Cruz de Campezo con Piérola (Ibarrondo).
«Hoy debemos recuperar la molienda a la piedra por salud. Es la manera de conservar el germen del trigo, donde están las vitaminas, los minerales y la grasa vegetal del trigo, que es muy interesante. Pero esa molienda a la piedra tradicional desapareció con la llegada de las grandes harineras», se lamenta Txema Pascual, de Artepan, estudioso del oficio. De momento, seguiremos tirando un pellizco a las doradas y sabrosas otanas que cuece en Peñacerrada Edorta Alonso, el último molinero alavés.
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