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Una miga de pan en la mesa, la harina que cabe en una cucharilla de café... pensamos en cantidades irrisorias que a duras penas alimentarían a un pájaro pero que, para los celíacos, son suficientes para recordarles que la enfermedad les persigue sin tregua. Hoy, ... en este mundo de alergias e intolerancias del que con tanta facilidad hablamos –si no bromeamos sobre ellas– entre el 1 y el 2% de la población es intolerante al gluten de los cereales, que produce una lesión en el intestino y ocasiona una cantidad asombrosa de síntomas: diarreas, pero también estreñimiento, dolores musculares y abdominales, vómitos, anemias, cansancio, cefaleas, infertilidad... Un mal causado por lo que comes y que sólo tiene cura si dejas de consumir sustancias con gluten.
Para subrayar la complejidad del mal, Mireya Apraiz, directora general de la Asociación de Celíacos de Euskadi, pone como ejemplo el de una pareja cuyo hijo padece la enfermedad: «el niño piensa que lo que sucede en casa, donde la comida se prepara pensando en él, es la norma, cuando realmente es la excepción». Porque ese niño irá pronto a la escuela y almorzará en el comedor, asistirá a cumpleaños de sus amigos o le resultará difícil resistir la tentación si la madre de un compañero le ofrece una galleta.
De eso va este reportaje: de una enfermedad que tiene que ver con la nutrición en un lugar en el que comer es más que una religión; es como la vida misma. Y de ahí los empeños, hasta ahora poco fructíferos, de la asociación por concienciar a la hostelería y demás canales de alimentación para que apliquen unas medidas destinadas a evitar la presencia del gluten. A esta proteína la encontraremos en las harinas, y ahí son fáciles de localizar, pero también en espesantes, aglutinantes, salsas o embutidos.
«Pero si es sólo una pizca», dirán los que no saben (o no sufren). Cierto, pero lo que tampoco sabemos es que bastan 20 miligramos de gluten para que esta sustancia reviente, horas después, la salud del enfermo. «Esta enfermedad es un iceberg que aflora por causas variadas: el duelo, la menopausia, los partos, enfermedades crónicas», explica Apraiz. Y con consecuencias para la vida social: «ir a un restaurante es arriesgarte porque los síntomas no son inmediatos, pueden pasar horas hasta sentirlos».
Tiempo es también lo que necesita un celíaco para hacer la compra. «Un celíaco tarda hora y media en la tienda para hacer lo que tú haces en 15 minutos porque tiene que mirar a fondo las etiquetas» para llevarse productos que son, además, más caros. Y decíamos que salir a comer puede ser una aventura porque, por más que los restaurantes cumplan con el requisito de alertar de la presencia del gluten en sus platos, eso no impide que la contaminación cruzada haga de las suyas.
«Veo las guías, veo las webs, y son muchos los que se declaran aptos, pero a la hora de la verdad es más complicado –explica Apraiz–, a causa de los cambios permanentes en el personal y en los proveedores, el reducido espacio de las cocinas... Nosotros publicamos hace años una guía tan bonita como inútil porque nos dimos cuenta de que la información era la que nos daban los locales y eso no es una garantía. Sólo 60 restaurantes, obradores y albergues están al día de todos los requisitos».
Y hablando con los profesionales, uno llega a la conclusión de que son quienes padecen la enfermedad o la viven de cerca los más dispuestos, pese a que muchos muestran una buena voluntad para cuidar a estos enfermos. Un caso evidente es el de Izaskun García, repostera de Magora Bakery (Karrantza). Esta antigua responsable de un departamento de Calidad y Seguridad en Repsol que «sabía más de combustible que de pasteles» padecía de migrañas y fuertes dolores musculares causados, según un primer diagnóstico, por una fibromialgia.
A los 22 años le diagnosticaron la celiaquía y, al nacer su primera hija, descubrió que le había legado una pesada herencia. Y decidió que hasta aquí había llegado. Empezó a hacer repostería y panes sin gluten, aparcó «un trabajo en el que ganaba bien, con sus vacaciones y sus días libres, algo que ahora no sé lo que es» y montó un obrador en el garaje de su casa. «Mi oficio no tiene nada que ver con la repostería tradicional. La masa es menos elástica, más pegajosa, hay que echarle productos para que ligue o esté húmeda. Sin el gluten es mucho más trabajoso, el hojaldre se elabora sin enfriar la masa, porque si se enfría se rompe».
Ahora vende hojaldres, magdalenas, sobaos, bollos de 'mantequilla' –con 'mantequilla' vegetal–, galletas de diferentes sabores, cinco tipos de pan, carolinas y tartas en Bizkaia y las provincias limítrofes, y es habitual verla en las ferias. No padece síntomas y está feliz de acompañar a sus hijas Matxalen y Gorane (de ellas surge el nombre Magora) a la escuela, algo que antes le estaba vedado.
Una situación parecida a la de Izaskun la vivió Carlos Antolín, hostelero conocido por los restaurantes Kotarro y Kobatxa, ambos en Vitoria. En su caso es su hijo el celíaco, de modo que, como herramienta para concienciar a la sociedad, empezaron hace años a adaptar la cocina a las necesidades de los afectados. «El 99% de los platos de Kotarro son sin gluten, no tenemos platos con o platos sin –explica Antolín–. En la Kobatxa es más complicado por el tipo de cocina que ofrecemos».
A su juicio, el comensal y el hostelero que no viven de cerca la enfermedad «no perciben su gravedad. Nos ha pasado ir con nuestro hijo y que nos digan que tal ingrediente es bueno porque es de tal marca, pero no es eso». Antolín, que empezó sus probaturas con los pintxos, pone como ejemplo el empleo de sojas sin gluten: «el sabor es el mismo y te quitas el riesgo de un golpe. La idea es que en una misma mesa coman lo mismo y no tengas que andar pidiendo unos macarrones, eso ya lo tienes en casa».
Eso misma piensa Patricia Galdos, del Dolomiti (Vitoria), local de cocina italiana (pero no solo) en el que la harina es parte sustancial de su carta. «La demanda es cada vez mayor y la pregunta es por qué un celíaco no puede venir a cenar con sus amigos, hacer una vida normal en un momento en que el volumen de peticiones ha aumentado de forma impresionante, se ha multiplicado por cinco como mínimo», asegura. Los Galdos se involucraron en el asunto hace 10 años, cuando recibieron la primera petición por parte de un celíaco. «No sabíamos lo que era eso y llamamos a la asociación. Desde el primer momento decidimos tomar una postura activa, recabar información y ponernos manos a la obra».
El riesgo permanente de una contaminación cruzada guía su trabajo: «manos limpias, utensilios limpios, tablas diferentes. Las patatas no tienen gluten pero no las puedes pasar por una freidora donde has tenido croquetas», recuerda. La carta del Dolomiti explica que las pizzas sin gluten llevan un suplemento, porque la materia prima es «por desgracia más cara», pero también por el esfuerzo que requiere hacer la masa, pues recurrir a cereales sin gluten hace ímprobo el trabajo de pizzaiolo Tariq Mahmood, esposo de Patricia. «Necesita cuatro veces más de tiempo, porque el gluten es la sustancia que aglutina la masa», explica la hija del gran Paco Galdos, en línea con lo que contaba la repostera de Magora.
¿Y unas rabas o una tempura para celíacos? Eso es lo que buscó y consiguió Patricia Sesar, propietaria junto a su hermana Mónica del Nikkou (Algorta). Diagnosticada hace cinco años, exploró el mercado para conseguir harinas sin gluten y satisfacer a una clientela entre la que hay muchos enfermos. Ella padecía dolores intensos y la tripa hinchada, y no paró hasta dar con la solución.
«Experimentamos con varios tipos de tempura, no nos quedamos con la primera, hasta encontrar una que está muy rica», recuerda. Dos freidoras, personal aleccionado y mucha conciencia hacen el resto para ofrecer platos saludables o recetas con soja o wasabi inofensivas para los celíacos. Y, ¿está el sector preparado? «Todavía hay sitios en los que dices que lo eres y no saben de qué les estás hablando», admite.
La proximidad del mal en el equipo es un elemento aleccionador en el bilbaíno Víctor Montes, uno de cuyos cocineros tiene un hijo celíaco. Así lo recuerda el jefe de cocina Iker Carrillo, que insiste en que «hay que normalizar la situación y adaptar la oferta; cada día vienen a comer pintxos entre 5 y 10 personas que padecen la enfermedad». Hablamos de un local emblemático de la Plaza Nueva, donde decenas de clientes disfrutan a diario de los pintxos y de su carta.
«Es complicado: imagina que hay 50 personas en la barra y uno te dice si tienes pintxos para celíacos. Y si lo piden, lo hacemos; preparamos el pintxo con un pan adecuado. Que coman con el resto es una forma de integrarlos y para eso es preciso que el personal, de sala –que son nuestros ojos– y el de cocina estén preparados». Una freidora especial, guantes nuevos, materia prima conservada aparte... «Si no prestas atención, si te equivocas, es que estás haciendo mal y tirando piedras sobre tu tejado», resume Carrillo.
Y si las multitudes se aglomeran en la barra del clásico bilbaíno, algo parecido vive Ángel Vicente en Angelato, su heladería artesanal en Vitoria. Las dificultades para atender a los celíacos son evidentes, por más que se ponga buena voluntad. «El problema es el tiempo: si para servir a un cliente sin patologías necesitas un minuto, con un celíaco te vas a los 3-4 minutos. Una vez elegido el sabor, tienes que lavarte las manos, coger una pala nueva, sacar la cubeta, abrirla, servir el helado, cerrarla y lavar la pala», explica.
Por eso su sección sin gluten es corta en variedades (entre tres y cinco) porque «no puedo tener muchos sabores guardados en el congelador; la heladería artesanal tiene una vida muy corta». Su oferta permanece completamente aislada del resto, pues hay variedades que llevan gluten, como sucede con los cucuruchos. Aunque Ángel Vicente, que no encarece los precios para los afectados, maquina ya la posibilidad, para el próximo año, de abastecerse de cucuruchos aptos para celíacos.
Los cerveceros llevan tiempo buscando la fórmula para afrontar el problema de la celiaquía pues no olvidemos que un cereal, la cebada, es el ingrediente fundamental para elaborar las birras. «Estudiamos el asunto y vimos que dos de nuestras marcas –Argia y Lorea– tenían un bajo contenido en gluten y con la primera probamos a añadir una enzima que corta la proteína y lo reduce por debajo del máximo aceptable», explica Alba Donadeu, maestra cervecera de Boga (Mungia). Desde hace cuatro años aplican este proceso, controlado por un laboratorio de la UPV, a Argia, la marca más vendida de Boga, con lo que resuelven la dependencia respecto a la cebada; si no, tendrían que recurrir a cereales carentes de gluten como el sorgo o el trigo sarraceno. Pero, ¿se nota en el trago? «No –responde Urtzi Ugalde–, Argia mantiene los estándares de calidad, el sabor y la percepción aromática. Es casi imposible saber si tiene o no gluten, de modo que no afecta a la experiencia del consumidor o a las ventas».
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