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Quienes conocemos a Dani Lomana Obregón (44), sushiman de Kuma, leímos con preocupación algunos mensajes que volcó en redes. Eran palabras de desaliento y hastío, frases sufrientes en las que se intuía el deseo de arrojar la toalla. Esta semana, y con la excusa del décimo aniversario del restaurante más japonés de Bizkaia, charlamos largamente y Dani se abrió en canal. Recordó su descontento, hablamos del «vacío interno» que le llevó a una depresión de la que ha logrado salir, del «acontecimiento afectivo» reciente que ha supuesto «un punto de inflexión» absoluto en su existencia. Tras todo ese proceso ha aflorado un Dani Lomana «mejor persona y mejor cocinero».
«Todo empezó con el covid, un momento que nos afectó a todos», recuerda. «Sentí entonces que tenía emociones no resueltas con mi familia. Vivía en una actitud muy negativa y pensé en dejarlo todo», cabecea. «Me considero esclavo de mi sueño. La vida son etapas y me gustaría parar», me comentó durante el bajón.
«La gente me lo notaba en la calle, lo percibía, porque soy una persona transparente. Vivía una depresión muy heavy, un bloqueo emocional que salpicó toda mi vida. De octubre a diciembre de 2023 me fui a Japón para intentar reconectar. Pensé en huir. Soy una persona muy individualista, admirador de las cosas bien hechas y apasionado de la cultura nipona. Allí tal vez... Pero, no. Huir no fue la solución», dice.
«La parte buena es que era consciente de que pasaba un mal momento, pero sabía que iba a salir, tenía un hilo, una esperanza». No era la primavera vez.
Dani Lomana vuelve a sus siete años, cuando le diagnosticaron un tumor epidermoide junto al bulbo raquídeo (se lleva la mano a la cabeza), «el segundo caso registrado en el mundo».
Tuvo que ser intervenido en Estados Unidos y pasó un año entre ingresos hospitalarios y consultas. «En España no se había operado nunca. Podía haberme quedado vegetal o en el quirófano. El tumor era benigno y fue bien. Pero a esa edad, cuando tienes que estar divirtiéndote, yo vivía sobreprotegido. Ahora me he dado cuenta. Entonces descubrí la fuerza interior que poseía», señala.
Así que el cocinero, un gaijin (extranjero), estudiante de japonés en Cámara Asia y que se había empleado en el restaurante Watahan, en Fukuoka, donde aprendió a cocinar tortuga y a obtener ocho texturas diferentes de la piel del mortal pez fugu, regresó a Japón en mitad de una tormenta sentimental y personal. «Allí quise empezar desde cero, asimilar todo el proceso. Me matriculé en la Tokyo Sushi Academy y cogí una habitación en el barrio de Shinjuku. Era el mayor de la clase y mis compañeros (japoneses, un italiano, un malayo, un balinés) me preguntaban qué hacía allí. No comenté que tenía Kuma. Sólo les dije que quería abrir mi mente. Empecé desde abajo, con unos cuchillos súper básicos (me enseña la caja con el dibujo a 'rotu' de un pez globo junto a las firmas del profesor Hiroko Jiro y de sus compañeros). Aprendí de mí mismo. Tuve momentos reveladores, entendí que con tanto bloqueo había perdido mi parte buena y volví a sentir que era un buen compañero», se emociona.
Fueron días complicados. Muchas horas de clase y un montón de visitas de familiares y amigos a Tokio, que hubo de atender. «Acabé agotado, apenas dormía. Al terminar busqué un sitio para trabajar. Fui a Hakkoku, un sitio muy famoso en el barrio de Ginza. Es de Hiro Sato, un crack, amigo de Félix Jiménez (patrón de Kiro Sushi, en Logroño). Sato pegó fuerte en Japón por su estilo: surfista, divertido, gamberro. Y por su vuelta a los orígenes. Usa vinagre rojo y un arroz oscuro, rescata técnicas tradicionales, sirve 25 niguiris de 25 pescados diferentes, realza las salsas, usa el mejor atún rojo del mundo, a 300 € el kilo, con un sabor distinto a cualquier atún que hayas tomado. Allí me di cuenta realmente del bajo nivel que tenía», dice con modestia.
«La exigencia era tan tremenda, había tanto nivel que trabajé de camarero, limpiador... y abría el pescado», sonríe. «Sato me invitaba a eventos, me llevaba a Toyosu, el mercado central de pescado. Trabajábamos de 8:30 de la mañana a medianoche. Sólo tres barras de seis personas y turno doble. Apenas 36 clientes al día con el mejor producto del mundo», suspira.
Con el nuevo año, Lomana volvió a casa donde Alazne, su hermana, se había echado Kuma a las espaldas durante casi un año. «Tengo una enorme gratitud hacia ella. Con el fin de la depresión llegó un cambio de actitud. Fue un proceso lento. Entonces se produjo ese acontecimiento afectivo, muy doloroso, pero que me despertó del letargo raro en que vivía. Tuve una toma de conciencia profunda. Vi cosas de mí mismo que no había visto nunca. Empecé a descubrirme, a conocer mis emociones y a dar soluciones. A sentir la vida. Recuperé la conexión con las personas que había perdido. Fue como una explosión de todo. Tomé las riendas de mi vida», recuerda.
«Hoy irradio otra luz. Las personas que están junto a mí lo notan. Tengo fuerza. Lo he hecho solo (con ayuda de terapia, también). Estoy en el mejor momento de mi vida. Mis padres me dicen que han recuperado al hijo que les faltaba desde hacía tanto tiempo. El dolor, ese desgarro que tenía metido hasta lo más profundo, me ha hecho recolocarme», se sincera. «Aprender a enamorarse de uno mismo es lo más difícil del mundo. Ahora estoy ahí, haciendo ese trabajo. Me digo 'ya sabes jugar al juego; ya sabes leer Matrix'».
Esos cambios profundos han llegado también a su cocina. Los lunes, cuando Kuma echa la persiana por descanso, Lomana pone en práctica su viejo sueño de cocinar Japón para un pequeño grupo de personas, una barra omakase (el comensal se pone en manos del chef que determina el contenido y la extensión) que congrega a clientes, colegas y amigos para conocer al renacido Dani Lomana.
Usa ahora arroz koshinikari de calidad máxima e importado de Japón, wagyu de Kagoshima calidad A5, la máxima, y yuzus especiales (a 150 €/k), sakes muy complejos, ya trabaja con el pez sable y cada vez está más cerca de servir en Bilbao niguiris de barracuda, «un pez buenísimo», que probó en Japón. «Son un ejemplo: pasa con el fugu, el pez globo, tan venenoso que puede ser mortal. En Japón han convertido en un arte cocinar y comer el pez globo».
En Oh¡ Taku, su local de ramen en el 14 de Heros, ha cambiado ya el caldo base, de composición secreta, que hierve siempre y constituye una especie de 'caldo madre'. La sopa se saboriza con el tare, condimento que aporta salinidad y que Dani Lomana prepara de manera discreta y artesana. «Estoy en el mejor momento de mi vida y eso se nota en lo que cocino. Antes era una copia literal de Kabuki. Ahora soy Kuma. Mantengo la escuela de Ricardo, pero he conseguido desligarme», apunta.
«La lección esencial es que lo que hacemos para bloquear el dolor acaba siendo lo que más nos perjudica, debemos experimentar ese dolor. El dolor es el agente del cambio. La clave de la relación con nosotros mismos es la compasión», leemos a Julie Samuel (Guinness).
Acabamos hablando en la sala japo de Kuma del dorodango, de esos maestros nipones que pasan su vida puliendo bolas de barro hasta lograr una esfera perfecta, lisa y brillante. «Pienso en el kintsugi, esa técnica japonesa que consiste en reparar una pieza de cerámica rota con oro. Somos kintsugi, sacamos algo bueno de las roturas. Salimos -ríe Lomana- más brillantes». Con una nueva luz.
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
Clara Alba y José A. González
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