Secciones
Servicios
Destacamos
Edición
Los primeros dulces que preparó Cris García Suárez (33) antes de abrir Crisla estaban hechos de plastilina y crema de afeitar. Con paciencia de maquetista naval, esta muchacha tatuada de los pies a la cabeza modelaba bolas, melindres y bizcochos, extendía planchas de presunto barquillo y crujiente hojaldre, torneaba quenelles y bolas de helado de plastilina y coronaba el pastel con lonchas de bacon. Sí, sí. Con panceta. De hecho, la pieza más vendida hoy en el local de Durango donde trabaja con su hermana Laura es la bomba de bacon. Una bomba, como su propio nombre indica.
«No soy golosa. Prefiero que me lleves a comer a que me invites a un pastel. Así que en el mundo salado busco mi inspiración», dice en la oficina. Bueno, en la terraza de La Oficina, la cafetería que comparte plaza con Crisla en el corazón de Durango. A sus pies, su mascota Max, un bulldog francés, y Triana, un cachorrillo canela que le acaban de regalar por su cumple y que dormita en brazos de Kiwor, su novio coreano. A su espalda, Nevers, el antiguo colegio del Sagrado Corazón (también, cárcel franquista) donde estudiaron estas dos hermanas con profundas raíces zamoranas.
Cris García llama la atención de lejos. La cabeza, coronada por un moño enorme, altísimo. Su hueso temporal izquierdo aparece tatuado con las geometrías budistas de un mantra. «Tuve mucho estrés, perdí pelo y pensé que era la mejor manera de disimularlo», sonríe. «Nadie te enseña a gestionar los problemas que surgen al fundar un negocio. Acabé sobrepasada, al borde de la depresión. Abrimos el 21 de octubre de 2021. Lo pasé muy mal. Fue el peor año de mi vida», suspira.
«No disfrutaba, trabajaba y no sabía con qué fin. Estaba obsesionada porque no quería fallar. Me ayudó muchísimo una psicóloga. Creo que nos deberían enseñar desde la escuela a pedir ayuda cuando nos hace falta. Alguien que nos enseñe a ver la vida de otra manera. No hay que sentir ninguna vergüenza. Tuve un trastorno obsesivo compulsivo, con muchísima ansiedad; viví al borde de la depresión. Fueron muchas horas, muchas bombas de bacon y muy poco descanso. Tuvimos la suerte de recuperar la inversión al sexto mes y eso nos dio tranquilidad», se sincera Cris, cinco años jefa de Carnes y de Postres en el triestrellado Azurmendi de Eneko Atxa.
Marchó a Barcelona, sufrió su tensión («la ciudad iba más rápida que yo»), trabajó para Ángel León como jefa pastelera en el Hotel Mandarín, pasó por el Bistreau, estudió en Espai Cru, descubrió la cocina catalana y la thai y la india y la coreana... «Las auténticas. Me encantan un buen curry o un buen nam. Pero en el low cost todo es muy falso». Ahorraba Cris para salir a cenar una vez al año (recuerda el mágico Miramar de su cumpleaños) y pateaba los mercados probando frutas raras. «Estaba en Las Ramblas el día del atentado de 2017. Me avisó mi hermana: '¡Cris, sal de ahí!'. Tuve suerte», suspira. De aquel tiempo arrastra la confitera una agenda comprada en un anticuario del Raval donde anota, con letra apretada y orden alfabético, todas las recetas que recopila. «Tengo mucha información y poca memoria. La pastelería es pura ciencia», dice.
Cris tiene horario de mochuelo y levanta la persiana de su pequeño obrador a las 4.30 de la madrugada. «Duermo lo que puedo, seis horas. Y soy muy feliz», señala.
Cada día forma, bolea, rellena, glasea, decora y hornea medio millar de piezas de 95 gramos. «¿Que la pastelería es calórica? Claro. También tengo mi línea fit. Necesitamos engañarnos: sustituir unos productos por otros que creemos más saludables y que, en realidad, no lo son. Como el eritritol, un edulcorante malísimo», ilustra.
Al lado de la entrada de Crisla, una bandera de barras y estrellas, con las franjas blancas de tono marfileño (una old flag, diríamos) decora una esquina. «Me la regaló mi tío, José Suárez, que fue puntista y vive en Palm Beach. Se fue allí con 16 años y ésta fue su primera bandera», dice.
Un sofá muy mullido (con un Golden Ticket dorado al estilo del de Charlie y la fábrica de chocolate del cancelado Roald Dahl), una camiseta rojiblanca dedicada por Jon Sillero, defensa del Athletic con el número 37, pizarras con dibujos de tiza, teteras, cajas metálicas de gallegas, tazas, jaulas, platos, el certificado de buenas prácticas de manipulación en pastelería (hazia), tejen la decoración del local.
«No sabía qué abrir. No quería hacer bollos de mantequilla y carolinas porque no quería meterme con la clientela de nadie. No quería incomodar a ninguna pastelería de Durango. Dudé mucho. Hice un estudio de mercado y vi que ni en Bilbao ni en Donosti había pastelerías americanas. Nadie vendía dónuches ni cookies. Así que me lancé a los dónuches de bacon y demás. El 100% de los dulces americanos los puedas encontrar ya en Durango».
Por eso acude a Crisla gente de toda España. «Buscan los dónuches más raros, los que no hace nadie». El Apple Frite, el Long John Bacon, el Twist (que va enrollado), el Claw Bear, un pastel en forma de garra de oso, o de cola de pastor, el súper crujiente French Crouler o las cookies americanas rellenas.
A ver, tampoco soy goloso, pero me apasionan las cannelés de Burdeos y casi cualquier preparación que lleve canela. Que uno, con los años, ha ido erigiendo sus propios fetiches. Probé su Cinnamon Roll (4,20 €), con una crema súper dulce. Y le pedí el operativo de su triunfadora bomba de bacon. Masa de brioche, 24 horas de reposo, boleo, fritura en aceite de cacahuete, glaseado con azúcar glas «y un ingrediente secreto que es receta familiar», relleno de mascarpone y vainilla y baño en chocolate y espolvoreado de virutas de bacon crujiente: 3,85 €. ¿Cómo te quedas? Vale, que también hacen dulces para intolerantes y sacan rolls y donuts veganos que vende la hermana. Otra historia. Laura García, enfermera de formación, entró a trabajar a turnos en la cadena de una empresa dedicada a la cataforesis (pintura por inmersión) y ahora es, junto a Pili, la madre, apoyo imprescindible en Crisla.
«Yo iba para ingeniera agrónoma. Sí. Quería estudiar en Salamanca porque mi familia viene de Castrillo de la Guareña (Zamora). Allí, en un pueblito de 100 habitantes, pasé mi infancia, en la calle, jugando a moros y cristianos. Feliz. De Zamora me traen el bacon mis pastores. Los pistachos son de Villafranca de los Caballeros (Toledo), uso harinas Corominas que son una pasada, las mantequillas y los lácteos vienen de Holanda... Pero me matriculé en Hostelería en Galdakao. Tuve la mejor nota, que no era difícil. Puede elegir hacer prácticas en Azurmendi. Allí me cambió la vida, me atrapó la cocina. Estaba deseando ir a trabajar. Me enseñaron a comer, a cocinar, a dirigir y a callarme. Yo era una rebelde sin causa. En Azurmendi entendí que siempre había un porqué para las cosas. Me llevé alguna bronca que me ha servido para ser quien soy. El primer día pelé dos cajas de tomates siendo alérgica. Me salieron sarpullidos. Pero me callé. Al acabar me contrataron de jefa de Carnes. Empecé a leer de gastronomía. Lo más valioso de mi casa es la biblioteca. Y la obra de Achusi Tanaka, un franco japonés del restaurante AT. La cocina me enamoró». Y en ello sigue.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.