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Mira que a uno le ha tocado comer en lugares singulares: guiso de gallina empapado por el aguacero en mitad de la selva ecuatoriana, suculentos currys en las playas infinitas de Sri Lanka, hojas de coca, hormigas culonas y gusanos del maguey en Bogotá, queso tierno de Urbasa en la borda del pastor Ricardo Remiro, tasajo y cacahuetes a orillas del Zambeze, chorizo Joselito asado por Víctor Arguinzóniz en una cueva de Amboto, garbanzos con callos en un buque de asalto de la Armada... Sin embargo esta ha sido la primera vez que he almorzado en mitad de una almoneda de anticuario, con los platos dispuestos sobre una pulida mesa eslovaca con más de un siglo en las patas, con vasos de talla churrigueresca, iluminado por una lámpara de genuino cristal de La Granja, con una botella de Pago de Carrovejas reposando para la foto en una pieza de mármol cincelada por el propietario y con cuencos que surgen de bloques de xilópalo, madera petrificada.
Peculiar. Fue la palabra que empleó Mikel, un compañero que se mueve por Cantabria, para calificar su singular descubrimiento. Pero peculiar no sirve para condensar la realidad polimorfa del local donde el escultor, tallador, cocinero aficionado y anticuario llamado Tomás Velarde Villanueva (67) sirve su menú Arte entre Paladares: 48 €. «Soy un visionario a todos los efectos», me dice a modo de tarjeta de visita este hombre del Medioevo, de amazónica formación y múltiples oficios.
Queda claro también que los platos no dejan de ser un atractivo reclamo para la actividad principal de esta casona cántabra dedicada a la venta de antigüedades. La enorme escalera doble en piedra que da acceso a la segunda planta, donde hay sillas de Breuer y cuadros y láminas de variado estilo, la talló Velarde en arenisca del Escudo en apenas 18 días. Hay rostros al estilo de Brâncusi, colecciones de bastones y platos, tallas y vaciados y una alba chimenea de mármol de la isla griega de Parós, «el mármol más blanco que existe», hecha con sus manos.
Velarde me cuenta también a modo de aperitivo que fue requerido para recuperar los blasones y los artesonados de madera del Palacio de Ajuria Enea en tiempos de Carlos Garaikotxea. Trabajó con gubia y maceta en las nobles maderas de la edificación neovasca erigida en 1920 por el industrial alavés Serafín Ajuria.
Y que (provocando la más absoluta de mis sorpresas) también fue requerido por los mismísimos Frank O. Gehry y Thomas Krens (que visitaron su taller cántabro de Beranga, asegura, en dos ocasiones) para buscar la piedra que hoy reviste el museo Guggenheim y la torre de caliza que parece abrazarse al Puente de La Salve.
«Gehry, que es un hombre de otro mundo, una persona muy sencilla que dibujaba en la tierra con un palo, estaba obsesionado con el color y la dureza de la piedra para el museo, dos cualidades que la Naturaleza se niega a presentar juntas», recuerda. «Al ser originario de Canadá conocía piedras calizas muy duras, piedras en las que el tiempo labra obras de arte. Vino a mi taller a ver bloques. Le presenté uno y le corté una pieza como las que hoy lleva el Guggenheim. Se habla del titanio, pero hay mucha piedra en el museo. Gehry se quedó muy satisfecho. Establecimos una conexión muy fuerte . Me llamaba 'el hombrecito'», apunta. «Normal. Thomas Krens es el hombre más alto que he visto nunca». Una «torre de dos metros de altura, con un máster por Yale en dirección, y unas maneras que a menudo se tomaban por arrogancia», como escribió 'The New York Times' sobre el antiguo director de Asuntos Internacionales de la Fundación Solomon R. Guggenheim.
Seguimos conversando (del Bellas Artes, de Renzo Piano, de Mies van der Rohe, de Amedeo Modigliani y de su malhadada amante) hasta que llegamos a la afición por la comida del tallista. Recuerda su comida en elBulli del año 2007. «Hubo 35 pases. En el comedor estábamos 49 personas y conté 70 trabajadores. Recuerdo a Ferran Adrià como a un tipo de poca palabra. De ahí viene la revolución de la cocina y ya se sabe que las revoluciones no se hacen nunca a gusto de todos» reflexiona. Al rato me cuenta que estuvo un par de veces en un famoso restaurante de Copenhague. «Noma, de René Redzepi», apunto. Asiente. Un local, dice, del que rememora un sabroso plato de cerdo danés «que tiene una costilla más» y ubicado en la ciudad donde reside «uno de los mayores anticuarios del mundo», única «ventana abierta» para las antigüedades del Este.
«Copen Jafen», pronuncia con lentitud este hijo del valle de Liébana, uno de los vástagos del dueño del aserradero. «Aprendí a afilar las gubias de mi padre, que es un arte. Me perdía por el monte buscando maderas para tallar, llegaba a casa extasiado de rebuscar. Tenía una inquietud extra». Estudió en el seminario de los Padres Predicadores Dominicos en Almagro, llegó al Rastro, vivió de patrona en la calle del Pez, se movió entre un universo de «artistas pobres, supervivientes del arte» e hizo luego un «máster en Arte y Negocios en Colonia» donde tomó la firme «determinación» de «vivir con lo que hacía con las manos; poseo una habilidad innata».
Con las manos talla y también cocina. Me siento a la mesa que atienden su hijo y Marian, la madre. Empezamos con un trampantojo (que me explican) de micuit casero de pato con forma de tomate. Seguimos con un trozo de calabacín relleno de pescado y langostinos con caldillo. Sigue otro trampantojo: trufa de picasuelos adobada en boletus con aceite Royal. Es curioso el borono (una suerte de morcilla de pan de maíz con sangre o caldo de caricos) y tiene buen gusto el guiso de verdinas con faisán, «cocinadas al pop pop, en esto no valen aceleramientos». Terminamos con una suerte de relleno de lubina salvaje de Santoña con verduras, caldo de sus espinas y alga nori. Saca a la mesa también un solomillo de vaca Tudanca, que decliné.
A los postres (tartas de manzana y de queso), llegó una licorera con copitas y redomas de las que mana un vino dulce, tostadillo, que el propio Velarde (autor de todos los platos y que dispone de una cocina profesional tan espaciosa que envidiarían muchos restaurantes de postín) consigue asoleando uvas de Prieto Picudo, y un aguardiente de orujo lebaniego de alquitara propia, me dice mientras comenta que Nacho Solana usa sus posabotellas en la Bien Aparecida.
Conserva Velarde, y me muestra, los trabajos de filigranas de talla en madera que hizo con once años, imitando a Emiliano, el padre, alguno perforado por xilófagos, al tiempo que pasa la mano por las mesas de nogal, por las tablas unidas por colas de milano, por las taraceas y la marquetería de otras, por las raras piedras (malaquita, lapislázuli) que exornan otra mesa italiana... «Tallaba el nogal, que es la mejor madera. Y el cerezo y el castaño. No te cansas de tocar, de acariciar madera. Cocinar es como poner piedras», suspira. Apenas hemos transitado por algunos capítulos de la vida de este hombre que dice haber enterrado el ego hace tiempo y que proclama: «A mí, la vulgaridad no me acompañará jamás».
Dirección Carretera general N-634 (Beranga-Ambrosero. Cantabria)
Teléfono: 610 273228.
Menú: 48 €.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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