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Ana Belén Marín Arroyo (47) era una joven estudiante de Prehistoria cuando cruzó por primera vez la puerta de Ronquillo. En aquel verano de 1998 el restaurante que ahora comanda David Pérez Gutiérrez (47) en Ramales de la Victoria era todavía fonda y casa de comidas. Allí se hospedaban y se atendía a entusiasmados cazadores vascos de sordas, torcazas y jabalíes y a tumultuosos aficionados franceses que recorrían el Asón en pos de truchas, salmones y reos.
Ana y sus compañeros excavaban en los desplomes de la sobrecogedora cueva de El Mirón y comían de bocadillo. Pero al atardecer, cuando recogían el campamento, desembocaban en el comedor del cruce para confortar el espíritu con una buena cena caliente que se prolongaba en largas sobremesas donde pugnaban por resolver todas las incógnitas de la Prehistoria.
Ana Marín pasaría siete años en Cambridge, terminaría su doctorado, ganaría su plaza como profesora de Prehistoria en la universidad de Cantabria y regresaría una y otra vez a sus queridas cuevas del valle del Asón y a Ronquillo, claro. De sus charlas con David surgió la idea de recrear la alimentación de los antiguos pobladores rupestres. Los bocados (actualizados) con los que pudo acompañar las largas horas pasadas en el interior de Covalanas el artista rupestre que, hace unos 20.000 años, dibujó con el ocre de hierro que depositaba en la yema de sus dedos un conjunto de 19 ciervas rojizas, un uro y un caballo de luengas crines en el estrecho corredor de la cueva cántabra, a doce kilómetros de Karrantza.
La entusiasta guía Victoria Elguezábal, sobrina del histórico Pencho, dota de movimiento y vida a las figuras con los giros de su linterna y ayuda a los visitantes a imaginar (y hasta a soñar) con nuestro ancestro en este espacio que fue alumbrado con lamparillas de tuétano, grasa pura que no emite ese humo que hubiera tiznado los techos de esta oquedad declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
¿Qué comía aquel artista solitario de hace unos 20.000 años? ¿De qué se alimentaban los pobladores de las 6.500 cuevas localizadas en Cantabria (75 con pinturas rupestres de las que seis son visitables) y aledaños? En breve: de caza, raíces, semillas, pescados como salmón y truchas, lapas y otros moluscos como caracolillos y erizos o cangrejos, apilados en concheros; de algas, hierbas, hongos, avellanas y cereales. No hay rastro de vegetales, no porque no los consumieran, sino porque apenas dejan huella.
Ana Marín
«La Naturaleza era su supermercado y sabían cómo abastecerse. Comían avellanas y frutos rojos en temporada. Sabemos que los ciervos migraban y que cazaban a las ciervas más desvalidas tras dar a luz porque eran más fáciles de apresar. Sabemos también del aprovechamiento integral de estos animales: usaban la médula, los tendones, la piel, los cerebros y los intestinos», dice Ana Marín.
«Con el estudio de los restos humanos y esqueléticos encontrados tratamos de saber quiénes eran, cómo eran, cómo vivían y cómo murieron. Reconstruimos la dieta humana en el pasado gracias a los restos de huesos de animales, de su colágeno y de sus dientes. Por ejemplo, en el sarro de la Dama Roja de la cueva de El Mirón (una mujer de hace unos 18.800 años, robusta y sana, de 1,60 de estatura y unos 55 kilos de peso, que debió ser enterrada con una corona de flores ya que han aparecido restos de polen en su cráneo) hemos encontrado restos de almidones y vegetales, lo que supone el primer testimonio del consumo de dos tipos de setas (una, boletus) en el Paleolítico», señala Ana Marín.
La prehistoriadora excava también en el País Vasco y ha colaborado con Mugaritz. Muy cerca del restaurante que comanda Andoni Luis Aduriz en la muga de Rentería se abren las cinco cuevas de Aitzbitarte. En el menú del pasado año se sirvió un hueso de manitol, reproducción de uno hallado en Aitzbitarte III, que los comensales debían romper para extraer un caldo de res y tendón que se derretía al volcarlo en un cuenco con tuétano y oxalis.
Así que la colaboración entre Prehistoria y cocina va por buen camino. Pero ¿cómo cocinaban nuestros ancestros? «Nos gusta hablar de cocina previa al Neolítico como una cocina ya con fuego, pero sin cerámica. En aquellas sociedades de cazadores recolectores hubo asados, ahumados, braseados y una posible cocción en recipientes de madera con piedras calentadas. A partir del Neolítico, el desarrollo de la cerámica permitiría la ebullición y la conservación de comida. Después, en la Edad de los Metales, se agregarían los potes metálicos. Desde el Neolítico, las técnicas serán muy similares a nuestra cocina, con procesos como moler, estofar, guisar o conservar. Y no hubo salazón hasta la llegada de los romanos», explica Marín, directora del grupo EvoAdapta (Evolución Humana y Adaptaciones durante la Prehistoria). «Es un proyecto innovador; pretendemos transferir información científica real sobre la dieta del pasado: desde ingredientes a técnicas de cocinado».
Tras bajar del monte, conmovidos aún por la belleza de ciervas, uros y caballos, y después de contemplar el trabajo de los arqueólogos colgantes en El Mirón, toca confrontar lo sentido con el menú armado por David 'Ronquillo' (95 €, quince pases).
La comida se abre con unos aperitivos: Mejillones y caracolillos; Piedra y arcilla, un bombón frío de paloma servido sobre una piedra caliza con la cierva de Covalanas tallada; Fósil, galleta de trigo con paté de interiores de faisán; un tartar de ciervo con salsa de apionabo y el bocado más interesante, una superposición, como si fueran estratos, de salmón ahumado en casa, huevas de trucha y algas con tinta de chipirón.
Le sigue un caldo potentísimo de salado golayo (tiburón) y una terrina de faisán con matices de escabeche, repollo germinado y tierra de anchoas. Me lo sirven con un fermentado de remolacha y ortiga, dulzón, de hermoso color y sin apenas alcohol (aunque parece que los pintores de cuevas fermentaban cereales y la cerveza ya se conocía).
Llega ahora un guiso de carne de montaña, venado con setas (níscalos) y otra preparación de lomo de corzo que se presenta en el interior de una suerte de bollo preñado, homenaje a la Dama Roja. Para beber, agridulce aguamiel. Cerramos con un flan magnífico, que no es prehistórico, pero que es un monumento y una de las únicas tres recetas (el bonito y el guiso de jabalí son las otras dos) que David Pérez mantiene en carta de las preparaciones de su madre, Mari Ángeles, encargada de recibir y acomodar a los clientes de Ronquillo.
«Pretendemos estimular el turismo cultural; que los visitantes se emocionen y despierten esa sensibilidad hacia la Prehistoria», dice Ana Marín que cuenta con la colaboración de Ángel Herrero para «estimular el turismo cultural». Los comensales reciben un librito para entender esta «experiencia arqueogastronómica».
«Aquí hay poca huerta, mucha caza y muchos pescados. Queremos cocinar como lo hacían ellos, pero mejorando el resultado», sonríe David 'Ronquillo'.
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