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Julián Méndez
Viernes, 27 de septiembre 2019, 11:19
«Estamos en shock». Mari Asun Ibarrondo Egüen (67) no es una mujer que se ande con rodeos. El fallecimiento el pasado 4 de julio a los 42 años del cocinero Iñigo Elorriaga Ungo, –«el heredero; un profesional como la copa de un pino, creativo, espontáneo y con un don especial para la cocina»– ha trastocado los planes de Boroa. Jabier Gartzia, su compañero de andanzas desde los tiempos del Boliña, se jubiló en diciembre tras 27 años de servicio en la casa dejando a Elorriaga al mando de un equipo llamado a continuar y ampliar el legado culinario del gerniqués.
Dirección San Pedro de Boroa, 11.
Teléfono 946734747.
Web boroa.com
«Iñigo ha sido como un hijo adoptivo para mí; empezó a trabajar en el Boliña con 17 años porque era de la cuadrilla de Ander, mi hijo mayor. Era un apasionado de la cocina. Han sido 25 años juntos... Le echamos de menos. Pero no hay tiempo de lamentarse porque eso no te lleva a ningún punto», asegura Ibarrondo sin pestañear, a las puertas de su negocio, un caserío del siglo XV en el barrio San Pedro de Boroa. El italiano Paolo Gorgoglione sale en ese momento a la huerta para cortar 70 moradas florecitas de borraja para el servicio de mediodía. La bien engrasada maquinaria de Boroa no se detiene.
«Vamos a seguir por el mismo camino porque la filosofía es la misma. Reafirmamos nuestra identidad, los sabores de esta tierra», apunta Ander Unda (42) –que pasó un año formándose y aprendiendo el valor de las estaciones junto a Hilario Arbelaitz en Zuberoa– ya al mando de la nave junto al moldavo Vitali Nofit. «Iñigo creaba platos más vanguardistas, modernos, con texturas... Era un crack en la cocina como no he visto otro. Cuando se ponía era invencible: cada plato que inventaba tenía su sentido, su tradición, su verdad. Lo tenía todo», rememora Unda a su compañero y amigo.
«Hay platos suyos, como el bombón de foie con txakoli Urezti o la amanita y trufa sobre nido de pasta kataifi, que no me apetece quitar de la carta y que permanecerán en ella como recuerdo y homenaje a la figura de Iñigo», apunta Asun Ibarrondo.
«No he fichado a nadie, a ninguna figura de la cocina para que venga aquí a hacer sus platos... y podría haberlo hecho», se apresura a añadir. «Yo apuesto por los cocineros de la casa, por Vitali, que lleva 15 años con nosotros, por Ander... Ellos han mamado nuestra forma de hacer las cosas. Es el momento de dar confianza a los nuestros», asegura Ibarrondo con una incontestable firmeza en la voz que contrasta con su menuda apariencia. «Seguiremos llevando la línea de Boroa, la línea de Iñigo y de Jabier... pero llegará el día en que ellos también crearán sus platos a partir de las raíces de nuestro recetario y de nuestra memoria», asegura.
Asun Ibarrondo no da su brazo a torcer. Nunca lo ha hecho. Esta mujer nacida en 1952 salió del caserío Telletxe de Elorrio con 14 años recién cumplidos junto a su hermana melliza Cristi para trabajar en la taberna Urretxa, de Zaldibar. «Para nosotras solo había dos caminos: o cuidar críos en la Muy Noble y Leal Villa de Elorrio o trabajar, internas, en un bar. La primera semana en la taberna lloré lo habido y por haber. Pero todo se pasa», cabecea.
Si es de justicia reconocer la truncada contribución de Iñigo Elorriaga (joven figura de la culinaria vizcaína) no lo es menos rescatar la historia de mujeres como Asun Ibarrondo, columna vertebral de la hostelería vasca y sobre cuyas costillas se ha levantado el actual entramado gastronómico. Chiquillas con uniforme gris y delantal subidas a los «primeros tacones y con medias» convertidas en adultas y responsables por necesidad. «Me tocaba servir, planchar y, por las tardes, preparar croquetas y tartas de moka... No sé cocinar, pero cómo me salen las croquetas y las tartas de moka», sonríe la responsable de Boroa.
«María, cocinera, fue mi jefa en Urretxa. Felisa y Oliva, las compañeras veteranas. De ellas aprendí la importancia que tiene el respeto y la elegancia en el servicio. Siempre digo que soy camarera: no sabe cuánto te enseña la gente; haces rápido un máster de psicología... Reivindico el trabajo de la sala porque es fundamental para el éxito de un restaurante», dice.
Con 18 años fue a Eibar, al Bar Loyola y luego, al Rocamar, en Algorta, «un local que me marcó; teníamos botones para recibir a la gente, un comedor inglés y otro francés en azul y blanco. Estaba asustada de servir allí. Pero, ¿sabe?, la clientela del Rocamar me hizo sentirme importante: Era una camarera, pero me trataban de usted. Me enamoré de mi profesión», suspira.
En 1976 llega al Ximela donde Alberto Unda, que fue su marido, trabajaba como jefe de cocina. Recuerda el alboroto, la contagiosa alegría y la prodigalidad de los apostadores del frontón, sus cenas opíparas, las propinas desorbitadas... «En 1983 decido dejar la hostelería para tener más tiempo para mis hijos. Abro la primera charcutería delicatessen en la plaza de Gernika. Txindoki. Iba a Francia a por foie, chatka, champán... Y vendía el mejor jamón. La cosa funcionaba. Pero en agosto, la tienda quedó arrasada por las inundaciones... Tuve que renacer de mis cenizas», rememora Ibarrondo, hecha a los reveses de la vida.
«Pedí dinero a la familia. El destino quiso que mi marido cogiera el Boliña, en Gernika, y en enero de 1988 volví a la sala. En diciembre de ese año empieza a trabajar conmigo Trini, mi hermana mayor. Abrimos el Hotel Boliña con un préstamo de 30 millones al 18%. ¡Al 18%! Hay cambios en mi vida y decido buscar un cocinero. Fui con todos mis miedos a dejarle un recado al padre de Jabier Gartzia, que tenía un puesto de periódicos, para que pasase a hablar conmigo. Con el dinero del bote, íbamos a comer al Faisán. Me enamoré del servicio y de la cocina de aquel restaurante; era como ir al Azurmendi hoy en día. Qué elegancia tenía Ana Mari, la del Faisán. Me cautivó su forma de trabajar; yo quería ser como ella... Hablé con Gartzia. Me dijo que me daba la respuesta en una semana. 'Dejaré El Faisán de Oro para trabajar contigo cuando termine el compromiso de las comuniones de 1991'. Siempre ha sido un hombre de palabra. Se me abrió el cielo. Estuvimos trabajando juntos 27 años. Jabier ha sido el mejor compañero profesional que hubiera podido imaginar», suspira.
Hacia 1996 reciben una oferta para comprar el caserío de un 'chico viejo' en San José de Boroa. Con dos socios capitalistas acometen una vasta restauración que desemboca en el actual restaurante. «En Boroa tenemos dos tipos de clientes. Los que vienen a comer y el propio equipo de la casa, a quienes quiero transmitir mi pasión por el trabajo bien hecho, por el detalle...», suspira mientras a la mente le viene la imagen de Iñigo, roto, tumbado sobre una mesa, el 12 de octubre. La fecha que truncó su carrera. «Se nos fue con mucho dolor. Pero Boroa sigue en pie, no podemos bajar el telón...», truena.
La risueña presencia de Jon Unda (40) nos devuelve a la realidad de «la regularidad y el sosiego» que persigue la casa. En nada, llegarán los platos de la nueva carta de invierno, que Jabier Gartzia testará y probará. Llegan nuevos tiempos para el Boroa de siempre.
Desde el año 2002, Jabier Gartzia e Iñigo Elorriaga se dedicaron a recopilar cada uno de los platos que creaban en Boroa. Hablamos de listas completas de ingredientes pesados y medidos, de tiempos de cocción y tratamiento cuidadosamente anotados, de fotografías del emplatado con la apariencia final del bocado. Esa biblioteca catalogada por años, temporadas y partidas, constituye el legado de dos cocineros únicos y la base sobre la que transita Boroa. Ander Unda dispone en su móvil del recetario histórico del restaurante, aunque (la experiencia es la madre de todas las ciencias), el equipo se las sabe de memoria. Como resalta Asun Ibarrondo, hay recetas que se niega a retirar de la carta, como homenaje y agradecimiento a Elorriaga: como la amanita con trufa o el bombón de foie que llevan su sello. Boroa oferta a diario su menú Bizkargi (45,10 €) y el gastronómico Txindoki (115 €) con cuatro aperitivos, nueve platos de bandera y café con petit fours.
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