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Conchi Jurado y Josean Cruz, en el comedor vestido de blanco y azul de su casa de comidas, una de las últimas de su especie en Bilbao. Jordi alemany
Bikandi Etxea, el último de su especie

Bikandi Etxea, el último de su especie

Conchi Jurado pasa por ser una de las mejores guisanderas de Bilbao y José Antonio Cruz se formó junto a leyendas como Dioni Lasa o Genaro Pildain. Su casa en Campo Volantín es un templo de sibaritas que da reservas a meses vista

Sábado, 28 de diciembre 2024

Suena el teléfono por cuarta vez en los diez minutos que llevamos acodados en la barra. «Restaurante Bikandi Etxea, buenos días», contesta José Antonio Cruz en un tono jovial, como si fuera la primera llamada del día y llevara esperándola durante horas. «¿Para el viernes a las 3 de la tarde? Ya lo siento, hasta febrero los viernes lo tenemos todo completo –se excusa el mesonero– ¿qué tal el jueves?» Ya quisieran poder contestar lo mismo muchas mesas laureadas con estrellas, soles y demás astros del mundillo gastronómico. En el firmamento de esta casa de comidas del bilbaíno Campo Volantín lo que brillan son los ojos de la clientela cuando por fin se sienta a la mesa.

La perspectiva de ponerse las botas con una de las cazuelitas de Conchi Jurado –«la mejor salsera de Bilbao», presume sin un ápice de falta modestia su marido– le alegra el día a cualquiera. Nada más entrar, la barra ofrece una muestra espectacular de todo ese cazueleo que antes era común en Bilbao y que ahora cuesta encontrar. Bacalao al pilpil, begi haundi en su tinta, caracoles a la vizcaína, kokotxas con almejas –«las mejores de la villa», desliza Alvarito 'Mina' al ver la foto compartida en redes–, una muestra de pescados que todavía colean y un centollo portentoso saludando a la concurrencia. Acodado en el mostrador, sonríe satisfecho José Antonio.

La barra del Bikandi es una exhibición de poderío culinario donde se muestran en cazuela de barro algunos de los triunfos de nuestra cocina. Caracoles en salsa vizcaína, begi handi en su tinta, bacalao al pilpil o pescados y mariscos dan la bienvenida a una clientela que, según José Antonio, «es lo mejor que tenemos». Jordi Alemany

Les quedan un par de años para cumplir tres décadas al frente de esta casita de comidas con hechuras de txoko –apenas media docena de mesas vestidas con manteles de cuadros– y ya suspiran por colgar el delantal para disfrutar de su nieto. «Os deberían clonar», suelta un parroquiano, que no quiere ni oír hablar de la jubilación del matrimonio. Llegará más pronto que tarde; las jornadas de 14 horas que hacían hasta anteayer pesan como quintales y el médico le ha prescrito a él una retirada a tiempo. Ella dice que no está dispuesta a seguir sola.

«Hacemos buen equipo», reconocen. Lo llevan haciendo desde que se conocieron en Rekalde siendo dos adolescentes y se hicieron novios. Él se puso a trabajar en el Monterrey a las órdenes del legendario Dioni Lasa y de cuando en cuando hacía extras junto a Genaro Pildain si tenía que servir algún evento importante. «Que venga el de gafas», reclamaba el hostelero, olfateando en José Antonio un talento natural para el oficio. Entonces vestía uniforme de camarero, pero en cuanto podía se colaba en la cocina para aprender. Por las tardes, le contaba a su novia los secretos de las grandes mesas del Bilbao de entonces.

Bacalao al pil pil. Jordi Alemany

«Nuestro sueño»

Después de aquello estuvo un tiempo de encargado en un céntrico café llamado Gernika que ahora tiene un nombre en inglés, «pero nuestro sueño fue siempre montar algo propio». A finales del 97 se cruzó en su camino esta pequeña taberna, vecina del Ayuntamiento, en el número 4 del Campo Volantín. Por su ubicación podría parecer que tenía la clientela asegurada, pero estaba en tan malas condiciones que hacía tiempo que no entraba nadie. «El primer día me eché a llorar al verlo tan sucio», cuenta Josean. Es curioso lo que puede hacer una limpieza a fondo, pues esas baldositas blanquiazules tan características del Bikandi dan una sensación de pulcritud que invita a cruzar la puerta.

La idea con la que levantaron la persiana el primer día apenas difiere de lo que cabe encontrar hoy en esta casita de comidas. «Me han gustado siempre esas recetas tan nuestras que aprendí en el Monterrey o en el Guría y quería que nuestra casa fuera fiel a ese estilo». Conchi se había dedicado hasta entonces a otros menesteres –«cuando me casé no sabía ni freír un huevo»–, pero con el negocio familiar en marcha se matriculó en la Escuela de Hostelería de Artxanda.

Las baldosas blanquiazules y los manteles a juego son la seña de identidad de este restaurante que convence al público autóctono y enamora a los turistas. La sonrisa de Conchi y José Antonio también hace lo suyo. Guillermo Elejabeitia

«Los primeros bizcochos me quedaban duros como piedras», recuerda entre risas. Hoy se encarga ella de hacer todos los postres –uno de los puntos fuertes de la casa– y de elaborar pacientemente los guisos salseros que les han dado fama, mientras su marido atiende la barra. ¿Todos? ¡No! A pesar de que lo ha intentado mil veces, el pilpil se le resiste. «No hay manera de que se me ligue, hijo». Afortunadamente, José Antonio lo clava.

Cuando llega la hora de dar el servicio, se intercambian los papeles. Ella, alegre y vivaracha, se desenvuelve bien en el comedor. Él es rápido en la plancha y se encarga de rematar las elaboraciones o emplatar los guisos en la cocina. Lo dicho, un equipo bien engrasado que se basta para dar los dos o tres turnos de comidas que se ofrecen cada día en los veinte taburetes del Bikandi. Acomodado en uno de ellos disfruté hace unos días del festín que me dispongo a relatar.

Matamaridos y caracoles

Para empezar, un platito de cantharellus recién cogidos con yema de huevo e Idiazabal rallado. Después, unos puerros confitados y marcados a la plancha con pinceladas de naranja, tomate y queso, «un capricho» digno de mesas más señoriales. Le sigue un cuenquito de matamaridos, receta andaluza a base de un potente fumet de pescado en el que se guisan unas patatas. Convence por su aparente sencillez y atesora lo mejor de las recetas de cuchara.

Caracoles a la vizcaína. J. Alemany

Tras el matamaridos sirve Conchi un pucherito de alubias pintas que es todo sacramentos –morcilla, panceta, chorizo y costilla–, tras las alubias un plato de kokotxas con almejas y tras las kokotxas una cazuela de anchoas nadando entre ajos y cayenas, a la que añaden unas tiras de corteza de limón. Remata este menú degustación de pura tradición vizcaína un plato de caracoles en salsa ídem que invitan a vaciar la panera.

Si aún les queda saliva en la boca descuelguen ya mismo el teléfono y llamen para reservar. Pero ármense de paciencia, ya les he dicho que hacerse con una mesa en este ejemplar de hostelería bilbaína clásica de los que casi ya no quedan puede ser más difícil que hacerlo en algunos estrella Michelin.

Bikandi Etxea (Bilbao)

  • Dirección: Campo Volantín, 4. Teléfono 944466739 Instagram @bikandietxea

  • La fórmula que esta casa de comidas ofrece a sus clientes está a medio camino entre el menú del día y comer a la carta. Cada día se parte de un repertorio de primeros y segundos cuyo precio mínimo está hoy en 16,50 euros. A partir de ahí, algunos de los platos llevan un suplemento en función del coste del producto escogido. Así, si uno se encapricha de unas kokotxas o de una lubina salvaje, puede darse el gusto añadiendo unos euros a la cuenta, pero también puede comer de lujo platos más sencillos sin dejarse un riñón. El modelo gusta a la clientela que escoge el Bikandi tanto para comer a diario como para celebrar y sabe que la calidad de lo que cae en el plato justifica pagar algo más.

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