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Cuando Andrés Conde Laya (Santander, 1970), Premio Nacional de Gastronomía 2021 al Mejor Sumiller, estudiaba Económicas en Valladolid, paraba en un local llamado Cuberito. Era un chaval menudo, pero Emilio, el dueño, le bautizó de inmediato como 'El Marqués'. «Me ponía en un lugar donde pudiera ver bien las botellas. Pedía una copa de Mauro, que al comienzo era un vino de culto, o un vino de 350 pesetas, más caro entonces que cualquier gin-tonic. Recuerdo aquellas botellas de Pedrosa o de Canónigos antes de la masificación del viñedo en Ribera, cuando con la globalización les entró el ansia de exportarlo todo...
Hace años, en una mesa de la Cigaleña, abrieron una botella de Pétrus. Me acerqué y, justo al lado, estaba el dueño de Cuberito hablando con los del Pétrus. 'Yo a Andrés, le conozco desde el año 88. Era un tío raro. El único que se fijaba en las etiquetas de todas las botellas que tenía en el local', les dijo. Y era verdad», sonríe Andrés Conde Laya en su casa-museo del vino. Está a dos manzanas de la bahía, en la calle Daoiz y Velarde, artilleros sublevados contra Napoleón, lo que tiene bemoles porque Conde Laya, descubridor con 'Pitu' Roca de los productores más majaras del Jura («es El Dorado»), embajador de los nuevos y desconocidos Borgoñas y Burdeos, rastreador infatigable de vinos escondidos, es un afrancesado de libro.
Dirección Daoiz y Velarde, 19 (Santander).
Teléfono 942210184.
Web cigalena.com
También, un inconformista con alma de revolucionario; un tipo que entiende y conoce el hacer de las grandes bodegas, pero que llama a la sublevación de los pequeños y que apoya ciegamente la pasión desbordante de los jóvenes a los que anima a asaltar los cielos. «Va a haber una explosión salvaje de gente joven porque la pasión que tienen se nota en cada botella. Ya tendrán tiempo de aburguesarse cuando triunfen; es ley de vida», vaticina.
«Vivimos una época súperdorada, con unas generaciones de productores soberbios. Lo que se hace ahora con los vinos no se ha hecho nunca. Ya no son vinos de empresa o de los abuelos», insiste. «La Rioja es un ejemplo, una bomba de relojería que va a estallar gracias a jóvenes productores y a viticultores cuyas vidas y familias giran en torno al vino y que tienen las cosas muy claras. Hablo, entre otros, de Pedro Balda, de Abel Mendoza y Maite Fernández... Ellos son el mejor ejemplo de que un vino es la realización humana de un sueño fijado en un territorio y marcado por un clima. Existe hoy un componente romántico en el mundo de las viñas que no se había dado jamás. Y los marchantes están dando nombre a esta gente olvidada. Algo es bueno si se valora globalmente. Si estas botellas no llegan al gran público no se van a apreciar. La única manera de que mantengan sus ilusiones es que el mercado pague alto por sus etiquetas. Es la forma de escapar a ese dúmping de empresas y distribuidores que venden por debajo del precio de coste», razona bajo el Triunfo de Baco, el cuadro de Velázquez en azulejos que preside el comedor rebosante de botellas y recuerdos.
Su local, donde el fallecido alcalde santanderino Juan Hormaechea entró a caballo en una infausta ocasión, es confluencia de caminos. En una mesa pueden tomar un Rioja clásico («mi padre era un fanático de Viña Ardanza, su botella fetiche») y al lado, tres parejas paladean un Champagne Bonnet-Ponson (Cuvée Perpetuelle), una etiqueta rara de Pierre Obernoy o un Tavel de L'Anglore, de Eric Pfifferling, viñas viejas en el Ródano, sin productos químicos, sin levaduras, enzimas o azufre añadidos. Natural-natural, la última frontera de los vinos de vanguardia.
Conocedor exuberante de añadas, viñadores y etiquetas, Conde Laya custodia en Cigaleña unas 40.000 botellas de un millar largo de bodegas. Conserva 40 añadas de Vega Sicilia y las ha catado todas, «algunas hasta 10 veces», en los tiempos gloriosos. De Mouton Rothschild tiene una colección de 48 añadas distintas con etiquetas de Picasso o Miró. Joyas que conviven con las referencias de vinos naturales y productores míticos como Lauren Macle, «el genio de Chalon», Pierre Obernoy, Yoshinori Kuroda,Philippe Bornard o Jean-François Ganevat para clientes curiosos y connaisseurs.
Hay también miles de unicornios, esas botellas que se creían extinguidas o que pertenecen a una añada imposible de una bodega legendaria. «Son la grandeza absoluta, vinos que alcanzan una estabilidad que les hace casi inmortales», los retrató el sumiller Bernat Vilarrubla en una cata organizada por unicornwines, donde se comercializan. «Son una fotografía. Una encrucijada entre espacio y tiempo».
Poseedor de una memoria enciclopédica, Conde Laya cata de 600 a 800 vinos en las dos semanas que suelen durar sus escapadas a Francia, Alemania y a los países emergentes del Este (Serbia, Rumanía, Montenegro...) en busca de nuevos viñadores. Es capaz de retener los datos fundamentales sobre uvas, terrenos, clima, bodegas y viticultores con apenas cuatro trazos y puntos en sus cuadernos de notas. Y, lo que es más importante, archiva los matices de aromas, sabores y sensaciones que le provoca cada uno de ellos.
Rockero, de opiniones tan cortantes como esos vinos afilados como escalpelos que tanto le gustan, recuerda «el respeto» con que se trataba el vino en tiempos de sus padres. «En casa los Vega Sicilias se tomaban con 20 o 30 años, el 31 de diciembre, un día especial. Y, al final, un Dom Pérignon, como un ritual. Era una ceremonia. Recuerdo el año en que mi padre compró una botella de Romanée Conti en El Corte Inglés de Bilbao por 35.000 pesetas; eran, comparativamente, vinos accesibles. Yo no conservo botellas fetiche: prefiero bebérmelas y compartir mi satisfacción con quienes están conmigo. El vino tiene una parte divertida, de Naturaleza y goce, con el que puedes tocar el cielo».
–¿Hay relevo?
–Mire, a los jóvenes no les podemos dar vinos muy serios con alcohol, madera y taninos. Hay que ofrecerles botellas para descubrir, una niña bonita, nuevas cuvées, cosas distintas para que les nazca la ilusión y no les suponga fatiga en el gusto...
Mariano y Moisesa, los abuelos, viajaron de Cigales a Santander en viaje de novios para ver el mar. Al acabar la Guerra Civil, el trabajo «ultraduro» del campo, les hizo vender sus tierras y abrir en 1949 un negocio de comidas (guisos, casquería) y vinos llegados en 'bocoyas' que ellos mismos mezclaban, embotellaban y vendían. Años «de moscatel y barquillito».
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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