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Álvaro Martínez Gundín (Bilbao, 51 años) posee una de las formaciones más sólidas y completas de los cocineros que ofician en Euskadi. Fue bautizado en la cocina del primer Cubita, el de la playa de Ereaga, estudió en la Escuela de Cocina de San Sebastián y se formó bajo el vuelo de los mandiles de Hilario Arbelaitz (Zuberoa), con quien pescaba truchas a mano en el río y disputaba concursos de arroces en su sociedad. Pasó luego por Arzak, elBulli... pero Arbelaitz le marcó a fuego.
Dirección Plaza del Puente Bizkaia s/n (Las Arenas)
Teléfono 946850992
Web sukam.es
«Súper Hilario era el primero en llegar y el último en irse. La tía Ángeles y la tía Rosario ponían los caldos a calentar y preparaban la comida de la familia, como el potaje de garbanzos que se usaba luego en el famoso plato de foie-gras salteado en caldo de garbanzos, berza y panes fritos. ¡Aquellas dos mujeres abrían el frigorífico y nos echaban bogavante y gambas a la sopa de pescado! Pura familia. Hilario nos hablaba de sus visitas a Francia, de sus comidas en Robuchon... y se nos caía la baba. Trabajábamos con las chapas a 200 grados. Es curioso pero allí, con personas como Hilario, Aduriz, Arrieta, David de Jorge y su saber enciclopédico, fue donde empezó a gustarme la cocina, a sentir la pasión», dice.
Del caserío Garbuno pasó a ser pupilo de Arzak en el Alto Vinagres. «A Juan Mari se le tenía un respeto enorme, pero su trato era tan cercano que te quedabas alucinado. En aquella casa he visto entrar cajas y cajas de joyas que brillaban: txipirones, kokotxas, aquel cardo con alcachofas... Cuidaban muchísimo a la gente del barrio. Trabajaba en Arzak cuando regresó Elena de formarse en París y Londres y empezó a meter cositas en la carta», recuerda. «La cocina era para nosotros entonces una pasión devoradora». Álvaro Martínez estaba ya en la lanzadera de la alta gastronomía. Aquellos jóvenes ardientes y desacomplejados habían oído hablar de un restorán rompedor e irreverente. Se conjuraron para trabajar allí.
Martínez insistió e insistió hasta que Juan Mari, delante suyo, descolgó el teléfono para recomendarle ante Adrià. Pasó dos temporadas completas en elBulli, con noches de muchos 'ceros' y tiempo infinito para pensar. Asistió de cerca al alumbramiento de El sabor del Mediterráneo (1993) y completó más tarde una estancia flamígera en la partida de Desarrollo al costado mismo de Ferran. En esos días manejó el primer sifón de cocina que asomó por España, un artefacto peligroso y majara que cargaban con el CO2 de los barriles de cerveza.
Martínez llegó a Cala Montjoi conduciendo su coche, un Opel Corsa 1.200 negro, junto a sus colegas Arrieta y Aduriz. Era 1993. «Fue una odisea, con aquella carretera terrible. Cuando llegamos vimos a uno descargando baldosas de mármol. Le preguntamos por Ferran y nos mandó para la cocina... 'Ya que vais, llevaos una baldosita', nos pidió. 'Soy cocinero. A tí te voy a llevar yo las baldosas', le dijo Arrieta. Tras presentarnos, Ferran llamó al jefe de cocina. ¡Y era el de la furgoneta! Xavier Sagristá. 'Ya me he quedado con tu cara, chaval', le dijo a Bixente. Era un cachondo... Aquella era una cocina muy jipi y Ferran no admitía mucha gente de prácticas; no había trabajo. A nosotros nos vino muy bien, pero económicamente era una ruina. Ferran nos trataba de fábula. Cada mañana nos saludaba con un 'bon día, familia'. Vivimos desde dentro la gran revolución. Arzak era un genio, pero Ferran era vanguardia pura. Notabas que algo grande iba a pasar allí. Ferran se sentaba con sus carpetas en la mesita de la cocina. Allí se le ocurría una idea y te la lanzaba... Juli Soler era otro genio. Un personaje con carisma, cercano y buena persona. Bajaba a desayunar en calzoncillos, con el pitillo en la boca. Íbamos a bañarnos a la cala, trabajamos como albañiles y fontaneros en la nueva cocina. Algo tremendo», dice.
El chef de Sukam, colega de Francis Paniego, Alberto Chicote, Aitor Elizegi, Toño Pérez o Sergi Arola, vivió aquella erupción en primera persona. Recuerda Martínez con viveza el viaje bajo la nieve para dar una comida antológica en el Zaldiaran vitoriano, «con Ferran a mi lado de copiloto y, atrás, Andoni, Arrieta y Marc Cuspinera. Detrás venía una furgoneta con productos de elBulli. Fue la cena de la revolución. ¡La noche de los percebes sin cáscara con gelatina de hinojo! Se montó una polémica tremenda. ¿Pero a quién se le ocurría aquello de sacar percebes sin cáscara?», y Álvaro regresa en cuerpo y alma a los salones donde García Santos y Gonzalo Antón invitaban a debatir a los mejores y siente de nuevo el pellizco del vértigo, de toda aquella pasión.
Estaba empapándose de la alta cocina italiana de Gualtiero Marchesi en un cinco estrellas-lujo de Londres cuando el padre, José Luis Martínez Maza, le avisó de que en Getxo armaban un Puerto Deportivo y que tendrían local. Cubita Kaia. Abrió en agosto de 1998. «Volví de elBulli con una fuerza de la oscua. Había estado en la elite. Allí todos teníamos un cuaderno donde apuntábamos lo que hacías, cosas que cambiarías, dibujábamos un mapa gastronómico. Mi padre me paraba los pies para que mantuviera la tradición de la familia, compartiéramos clientela y no fuera tan radical. Pero, claro, luego llegaba Rafael García Santos y te empiezas a animar, a crear. Y, los clientes con confianza que venían cada fin de semana y sabían que había estado en elBulli, me pedían platos. Y yo los hacía. Tuétano con caviar y puré de coliflor, los salmonetes Gaudí y otras creaciones nacidas del libro El sabor del Mediterráneo».
Era la manera de comer elBulli sin ir a elBulli. En algún momento, Adrià reconoció que tenía dos millones de peticiones para sentarse en Cala Montjoi y que, muy a su pesar, había creado más que una cocina «aspiracional», una «cocina de la frustración».
En la carta de Cubita Kaia había un apartado de producto, otro abordaba el recetario vasco y un tercero mostraba «sensatas fórmulas de alta cocina, asumibles por cualquiera», escribió García Santos en su primera crítica en EL CORREO (2 de enero, 1999), a los seis meses de la apertura. «Guisaba pichones, palomas, sordas, malvices, la grouse escocesa, buenos pescados y mariscos que me traía de su barco Faneca, del Puerto Viejo. Empecé a cocinar la carne al vacío, técnica que aprendí en Londres y aquí no se veía...» Cubita Kaia se convirtió en uno de los imprescindibles.
Pero cuando casi acariciaba la estrella Michelin («teníamos bar... y eso no les iba») decidió echarse a un lado, harto de la tensión y del desgaste de la creatividad. «Acabé saturado. Era muy duro. Peleaba con Joan Roca, con Nacho Manzano, con Quique Dacosta, que venían por Getxo. Estaba con los tops, pero no me sentía a gusto. Creo que aquella aventura les hacía más ilusión a mis padres que a mí. Era rehén de mis deseos», suspira. Bajó la persiana en 2006, rompió con el mundo y se incorporó al equipo del navegante Basurko, con quien regateaba desde joven.
«Desconecté de la cocina y me sentó bien. Pienso en Albert Adrià que, un día, se chinó en la cocina de elBulli y se fue a vender mejillones con el pescador. Es un oficio duro. Abrí Sukam en 2012, una cocina más informal, más urbana, con un toque asiático. Hoy, la cocina es más impersonal, todo es muy metódico y pautado. Hasta la cantidad de salsa de un plato está medida en una probeta. ¿Es necesaria tanta perfección? Prefiero una cocina más humilde, una cocina de verdad. Llegará el día en que el mejor restaurante del mundo será un bar: producto, mano y sencillez». El lujo.
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