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Sopla la brisa en las faldas del Sollube y Vanesa Valcarce lo atribuye a la reciente tala de los pinos que rodeaban su granja. Su 'oficina' se encuentra en un lugar privilegiado, con vistas al islote de Izaro, al peñón de Ogoño y a la ría del Urdaibai. Esa misma brisa puede ser vendaval cuando llega del mar, pero ella no se arrepiente de todos los pasos que ha dado desde que decidió dar un vuelco (en este caso no cabe hablar de paso) a su vida para dedicarse a la cría de gallinas ponedoras.
En esta sección en la que hemos conocido tantas sorpresas (informáticos metidos a baserritarras, geólogos que crían ganado), Vanesa posiblemente se lleva la palma. Esta mujer de Trapagaran, un pueblo encajonado entre empresas, conducía ambulancias y sufría como un perro cuando llevaba niños, ancianos o víctimas de accidentes. Sin embargo, y contra el pronóstico de quienes la querían, en su mente bullía el deseo de dedicarse a algo diferente. No venía de familia, ni era algo a lo que la animaran sus conocidos –«pensaban que estaba loca»–, pero tenía claro que a ella le gustaban los animales y quería dedicarse a eso.
Hoy tiene una granja de gallinas ponedoras en un lugar excepcional, de esos sitios en los que querrías construir una casa para vivir sin pegar un palo al agua, sólo disfrutando de las vistas. Hace una década pidió la cuenta en la empresa y empezó a pensar: vacas, no, porque necesitas mucho terreno. «Un amigo me habló de gallinas, me informé y di el paso», explica. Consiguió el terreno del banco de tierras de la Diputación, un alquiler asequible para 25 años. «La tierra se vende o se alquila a un precio que no puedes pagar», asegura.
«Ahora quiero comprar este terreno para que la Diputación pueda adquirir otros y cederlos a gente como yo», añade. Los inicios fueron complicados, entre «papeles, fianzas, contratos, proyectos...», pero ahora se ha asentado y de la mano de la cooperativa Euskaber cría unas 3.000 gallinas para vender sus huevos. Es algo que hace desde 2013, aunque «de gallinas sabía lo justo». Las aves llegan a la granja (Zabale, por el caserío cercano) con 4-5 meses y en poco tiempo se amoldan a su nueva vida: una línea central de ponederos (las gallinas tienden a dejar el huevo en lugares oscuros), flanqueada de otras líneas para pienso y agua, suministro controlado por ordenador.
Vanesa sustituyó las gallinas hace unas semanas (se retiran con 14-15 meses) y las recién llegadas están ahora acomodándose a su nueva residencia, así que son remisas a salir a la calle. Allí tienen una parcela verde, rebosante de hierba y vida, de unos 1.500 metros cuadrados, junto a la que la criadora cultiva una huerta. «Cuando me ven, las gallinas se acercan para ver si les echo limacos, gusanos.... es su proteína». Unos enormes mastines cuidan la finca y uno de ellos, Herbert, patrulla el territorio para espantar a las rapaces, algo que no siempre consigue: «todas las semanas se comen alguna», reconoce.
Euskaber proporciona a sus asociados el pienso para alimentar a las gallinas dentro de los cánones establecidos para una crianza ecológica: ni conservantes, ni transgénicos, ni medicinas. Son huevos con el 0 a la izquierda, los mejores, los más sabrosos, como aquellos de antaño. Pero todo eso se paga: «Los piensos ecológicos se mantuvieron estables hasta septiembre, mientras que los convencionales subían, pero luego se encarecieron un 26%, unos 1.200 euros más al mes», informa.
Todo se complica, ¿no? «Claro, pero si vieras la paz que tengo aquí, en mi trabajo no tengo horario. Esto es incomparable». Lo dice la mujer que durante el confinamiento tuvo la pesadilla recurrente de que, «ante la ausencia por contagio de conductores de ambulancia, me volvían a llamar para que me pusiera al volante». Pero no, era sólo un mal sueño.
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