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gaizka olea
Sábado, 15 de junio 2019, 21:07
Aquel olor... Cualquier niño de pueblo o incluso de algunos barrios de una ciudad que hoy haya superado los 50 años recordaría de inmediato el aroma de la cebolla y el puerro pochándose lentamente que se esparcía por las calles desde los obradores de muchas ... carnicerías. Si han nacido en un caserío, les vendrán a la mente los prolegómenos de la txarriboda. Pues así mismo huele en las proximidades de la casa donde los Mardaras viven desde hace décadas, a caballo entre Getxo y Berango, en un paraje muy distinto al de entonces: hoy les rodean un pequeño polígono de empresas, una estación de metro que lleva años esperando a su primer viajero (parece que llegará pronto), una gasolinera y el único autocine de Bizkaia. En esa casa de varios pisos, cercana al caserío del que proceden y ya no existe, trabajan en familia a destajo para ofrecer a los comensales aquello que promete el olor a verdura cocinándose lentamente: morcillas.
Teléfono 944301593.
Allí está Marijose Mardaras con sus hermanos, su cuñado y su marido, Jon Madariaga, afanándose en producir 'buskantzas' y 'odolostes', los dos tipos de morcillas tradicionales que se diferencian básicamente en el grosor de las tripas empleadas para envolverlas. En el obrador, el aroma no es mucho más intenso que en la calle y el vapor recuerda al de una sauna. Pero eso ya ocurría en los caseríos cuando las mujeres se encerraban en la cocina para preparar los embutidos de verdura y cocerlos en grandes pucheros colgados de un palo.
Y es que, a pesar de los cambios de la maquinaria o la procedencia del género, debidos básicamente al incremento de las cantidades producidas y a las exigencias sanitarias, el trabajo es el mismo que hace cien años, cuando la amama de Marijose elaboraba morcillas, y las hacía tan bien que esta actividad rural de subsistencia acabó convirtiéndose en una salida económica. Primero, para el hermano carnicero de Marijose, que las vendía en el mercado de Algorta (ahora lo lleva su cuñado), luego para otros charcuteros y ahora, para las cadenas de Eroski y BM y un amplio número de carniceros asentados, sobre todo, en la comarca de Uribe, entre Getxo y Mungia.
Los Mardaras, cuenta Jon Madariaga, elaboran cerca de dos toneladas de morcilla a la semana durante otoño e invierno, una cantidad que se reduce a los 1.500 kilos en las estaciones más calurosas. Antes, cuando todo se hacía en casa, utilizaban cebollas y puerros de su huerta, pero ahora adquieren la verdura, que les llega congelada. Tienen que hacerlo porque manejan cantidades enormes, pero también porque el género pasa los controles sanitarios debidos y facilita la trazabilidad del producto final, esa exigencia que permite saber quién es el responsable de cada paso.
La manteca y la sangre la compran en mataderos de Burgos, de donde también vinieron quienes les enseñaron a preparar morcillas de arroz. «Vendemos más las de verdura, en un porcentaje de 60-40», explica este comercial de una empresa de hidrocarburos que decidió cambiar el olor de la gasolina por el de la verdura pochada. Por el obrador de la empresa, creada hace algo más de tres décadas, pasan con frecuencia los responsables de que todo quede bajo control, y no son pocos: una veterinaria, la gente de Eroski y los técnicos de la Diputación y el Ayuntamiento.
Para los Mardaras, el sábado se ha convertido en el único día libre, pues los lunes y los jueves elaboran desde las cinco de la mañana las morcillas que reparten los martes y los viernes. Incluso los domingos, alguien tendrá que abrir el obrador para cocinar la verdura. Como todo aquello que tiene que ver con la ganadería y sus derivados, un alma sensible de estómago delicado a duras penas soportaría presenciar (y menos trabajar) el proceso, con las grandes calderas que las que la verdura se mezcla con la sangre y el arroz para cocerse a 82 grados («así se eliminan las bacterias») y las herramientas mediante las que la masa, de un rojo vivo, se embucha en los intestinos. Nos gusta comer pero preferimos ignorar estos antiguos trabajos en los que las manos se manchan de tierra o, como en este caso, de sangre.
El género pasa finalmente a un recinto ventilado por corrientes de aire frío que reducen la temperatura de las morcillas a menos de cinco grados. Y ya están, listas para el plato, como antaño, como cuando las familias disfrutaban de la sabiduría de las amamas.
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