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A las afueras de la aldea de Mezkia, perteneciente a San Millán y a unos pocos kilómetros de Salvatierra, entre cultivos de cereal que ahora deslumbran de un verde primaveral, la carretera parcelaria se adentra en un espeso bosque de robles centenarios antes de aflorar a la finca de José Gálvez. Es un espacio donde reina el silencio, roto apenas por el cloquear de las gallinas y el ladrido de sus dos mastines. En esa vaguada echa las horas José, a menudo con su mujer y sus dos hijas; allí se confinaron buena parte de la Semana Santa, cuando los urbanitas salieron a estirar las piernas y a respirar aire fresco en previsión, como sucedió, de que volvieran a encerrarlos entre calles y bloques de pisos.
En 1998 la familia dejó Vitoria y se instaló en Araia para acercarse al viejo proyecto de vivir de la tierra y durante un par de años José Gálvez regentó un bar alquilado mientras buscaba una parcela que le permitiera dar un giro radical a su vida: este hostelero que también trabajó en la construcción, los prefabricados y en un puesto de mantenimiento en una empresa chocolatera quería romper con su pasado y lo hizo, curiosamente, a través de una granja de pollos, conejos o corderos.
Hoy, la granja Arangutxi reparte pollos criados de forma natural entre unos 220 clientes y José se siente feliz: «aquí nadie me chilla y tengo todos los días libre», curiosa afirmación venida de alguien que se vuelca en la explotación un montón de horas todos los días de la semana.
Una granja de pollos para carne no se parece en nada a una de gallinas ponedoras. Los animales llegan a Arangutxi en ocho tandas a las tres semanas de vida y permanecen allí hasta entre dos y tres meses en galpones que se mueven constantemente para que, al tiempo que se alimentan, abonen el terreno. Son pollos de la raza label rouge, con un gran aprovechamiento pero de crecimiento lento, en las antípodas de lo que anhela la industria. Y el resultado, carnes prietas y tersas, nada gelatinosas y un sabor a antiguo que a la gente de más edad le recordará aquello con que se alimentaba antaño. «Nuestro paladar ha olvidado lo que comíamos en el pasado», admite José Gálvez al referirse a esos sabores rústicos, fuertes, quizá demasiado para lo que se compra en los supermercados.
El criador alavés adquiere y comercializa sus pollos en ocho tandas que van desde abril hasta el invierno, pues de diciembre a marzo detiene su actividad. El clima es riguroso en la Llanada (en marzo llegaron a 14 bajo cero) y la tierra no está en condiciones de alimentar a los pollos. Porque es eso, tierra y una sabia combinación de cereales, plantas e incluso bellotas, lo que permite criar esas aves lustrosas de unos tres kilos de peso que ellos mismos comercializan. «Aquí lo hacemos todo: somos criadores, repartidores, contables... Nosotros llevamos los pollos al matadero de Tafalla, a 100 kilómetros; allí mismo empezamos a distribuir los lotes y paramos también en Pamplona, donde tenemos una treintena de clientes», explica.
El compromiso entre ambas partes es fundamental y el criador garantiza el suministro de la misma manera que el cliente se obliga a comprar los pollos enteros envasados. «Tengo que decir que estamos contentos con la tarea que desarrolla la Asociación de Desarrollo Rural de la Llanada, que entre otras cosas trata de que se instale un matadero en la comarca», añade en un aparte Gálvez.
Por su parte, espera responder a esa atención colaborando en el futuro y de la mano de otros productores en proyectos sociales como introducir sus alimentos en centros de día, residencias o escuelas. «Sería beneficioso para todos, porque enriquecería la alimentación de la gente y ofrece un porvenir a los que vivimos del campo», resume el criador.
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