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Gaizka Olea
Lunes, 5 de noviembre 2018, 17:16
Cuenta Lorea Momeñe que cuando su pareja la llevó por primera vez a la aldea de Urigoiti para que viera el espolón rocoso de Itxina a la luz de la luna, ella creyó haber sido trasladada al rincón más remoto de la Bizkaia más profunda. Momeñe, urbanita acérrima de Basauri, estudiante de la carrera de Turismo y escasa relación con el mundo rural, cayó con el cambio de milenio en uno de los barrios más aislados de Orozko y allí se ha quedado. Ahora tiene dos hijas, un floreciente y sacrificado negocio de embutidos que le ha reportado clientes, premios, una marca que defender (Urigoitiko Txorizoak) y planes para un futuro que se desarrollará también a la sombra del peñasco que se alza como una muralla en la ladera vizcaína del Gorbea.
Facebook Urigoitiko Txorizoak.
Web basatxerri.com.
«La verdad, nunca me planteé acabar en el mundo rural», confiesa en su casa situada en un alto sobre el valle que une Orozko y Areatza. Pero así ha sido. De la mano de su pareja, Jabi Barrondo, y su familia más cercana, empezó a elaborar embutidos «como un complemento. Familiares y vecinos me pedían que les vendiera los chorizos, al tiempo que me animaban a comercializarlos. Pero no podía, ni siquiera tenía registro sanitario». Con el tiempo, sin embargo, «la actividad se ha convertido en la fuente principal de ingresos de la familia».
La 'culpa' inocente de este cambio es de los cientos de cerdos que cada año hozan y viven felices en los bosques y praderas que rodean el barrio de Urigoiti. Entre pinos, robles y otros árboles, hasta 250 cochinos engordan bajo la atenta mirada de Lorea, Jabi y las dos niñas, que si es preciso asisten a los partos de las hembras. Adscrita a la etiqueta Basatxerri, que garantiza crianza en libertad, uso de piensos naturales y elaboración artesanal, Lorea vende parte de su piara a la marca y se queda con otra parte para elaborar sus embutidos.
La matanza se desarrolla en el matadero de Basatxerri en Zestoa y el proceso, en un obrador de Orozko, aunque la pareja proyecta, sin prisas, instalar su propia planta para elaborar los derivados de cerdo: chorizos dulce y picante, salchichón y papada. Los cerdos, cruce de large white, landrace y duroc, llegan a Urigoiti con ocho semanas y seis meses más tarde son sacrificados. Entre una tanda de cerdos y otra, la explotación permanece parada un tiempo para llevar a cabo un vacío sanitario y limpiar los comederos y las cochiqueras.
Cuando se le pregunta a Lorea en qué año empezaron a comercializar el embutido, Jabi le aconseja que cuente 'santalucías', en referencia a la festividad que en Orozko se celebra con un mercado. Y ya son cuatro. «Tuvimos una acogida sensacional –confiesa Momeñe–, la gente se volcó con nosotros y los vecinos que hacían matanza nos invitaron a ver cómo elaboraban el embutido». Es gracias a esos saberes ancestrales y al conocimiento adquirido en la escuela agraria de Derio como Urigoitiko Txorizoak se ha forjado un nombre en ferias y mercados y la marca se ha llevado premios relevantes. «Los mercados semanales te dan una estabilidad económica que no te proporcionan las ferias. Basta que llueva para que vaya menos gente a las ferias», explica Jabi Barrondo.
Por eso los encontrarás sin duda en Llodio, Amurrio y en los tinglados de El Arenal, donde Lorea admite que llega a emocionarse cuando «gente mayor con pensiones bajas te dice que prefiere pagar un poco más por tu género porque les recuerda lo que comían cuando eran niños. Esa gente valora lo que les ofreces, que los chorizos tengan ese sabor...». Los más jóvenes, en cambio, aprecian el hecho de que el producto es «saludable, de Kilómetro Cero, de animales criados en libertad».
Sin acelerantes que propician un engorde rápido, sin transgénicos, alimentados a base de piensos de maíz y soja y lo que comen en bosques y praderas, los cerdos de Urigoitiko Txorizoak van al matadero con pesos próximos a los 120 kilos y, fruto de su alimentación, presentan una carne casi roja, sabrosa, como de otro tiempo. Pronto, quienes tengan interés por verlos en libertad, podrán participar en visitas organizadas con el fin de conocer algo más de ese mundo rural del que tan poco sabía Lorea Momeñe cuando la llevaron a ver el peñón de Itxina a la luz de la luna.
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