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Ahora mismo, las tierras de David Toril parecen abandonadas, incluso dan pena para aquel que no sabe de los ritmos de la agricultura. Pero si observa bien se dará cuenta de que la parcela está como a la espera, sin hierbajos, palpitante de la vida ... con el estiércol recién esparcido. La naturaleza sólo aguarda los rayos de sol, el calor de la primavera, para dar paso a la cosecha. Mayo se acerca y con el mes, David reanudará el reparto semanal de las cestas de verduras con las que da de comer a unas 70 familias.
El agricultor ha encontrado su lugar en el mundo en Zestafe, una aldea de Zigoitia, a los pies del Gorbea; es el destino que él mismo buscó, consciente de que sus anteriores trabajos como informático o camarero eran el camino hacia la tierra. Este vitoriano que exploró el mundo de la tierra en la lejana Marsella, donde se formó, probó primero en una cooperativa en Durana (Llanada Alavesa), de la que se independizó hace unos cuatro años.
Buscó la parcela, la encontró y la compró cuando comprobó que el subsuelo era rico en agua. Excavó un pozo y a unos 100 metros de profundidad encontró el combustible preciso para dar vida a su huerta.
«Si tienes agua es fácil –explica–, porque esta tierra es pobre, con mucha piedra, mala para la agricultura. No compré el terreno hasta saber que tendría un pozo, y aún así sé que el primer año me la jugué». Son 16.000 metros cuadrados (unos tres campos de fútbol) al aire libre, salvo los que permanecen bajo plástico en un pequeño invernadero, una forma de cultivo poco habitual en Álava, donde priman el cereal y la patata y, más al sur, los viñedos.
Allí produce unas 40 variedades de hortalizas, (zanahorias, brócoli, coles diversas, lechugas, habas, guisantes, patatas, remolacha, cardo, berenjenas...), con las que elabora cestas que distribuye cada lunes bajo la marca Zestafeko Barazkiak mediante un peculiar sistema: los clientes le dejan la llave del portal y él deposita el género en la puerta. El precio, 13,50 euros, 50 céntimos más que antes de que los costes iniciaran el histérico ascenso de los últimos meses. En esas mismas cestas van los huevos que ponen las 70 gallinas que picotean en el terreno.
«Aquí no sobra nada, no tengo excedentes; si recojo más lo meto en las cestas. Es una forma de pagar a mis clientes la confianza que depositan en mí, el trato directo y su fidelidad son muy importantes. Gracias a ellos aprendo de mis errores. Creo en el comercio local, en la soberanía alimentaria, en la ecología y la sostenibilidad; es trabajo, sí, pero también una opción política», explica al tibio sol del mediodía, que templa los fríos siberianos de comienzos de abril.
«Mi grano de arena»Y una forma de entender su filosofía es su apuesta por las placas solares que alimentan los generadores que extraen el agua, la llevan al depósito y gestionan el riego por goteo, el más eficaz en un suelo arenoso que, de otra manera, absorbería el líquido sin darle tiempo a humedecer las raíces.
Así que la pregunta es obvia: ¿se parece esto a lo que pensó, a lo que proyectó? «Para mí es un logro ser capaz de ganarme la vida, tener un sueldo digno y ver si en el futuro puedo generar algún puesto de trabajo. Esta es una profesión que te tiene que gustar, porque la agricultura es incertidumbre, una aventura. Y hay otra cosa: te tiene que gustar lo que haces, pero también para qué lo haces: alimentar a la gente con productos sanos, proteger el medio ambiente, cuidar la tierra... Yo creo que aporto mi grano de arena».
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