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Ana Vega Pérez de Arlucea
Lunes, 23 de enero 2023
Pido perdón por adelantado. Sabiendo que algunos lectores se llevaron un disgusto morrocotudo al descubrir que el zurito debe su nombre a un torero cordobés ... , imagino que lo de hoy será aún peor. Ni siquiera puedo ponerles a ustedes la tirita antes de infligir la herida, porque la entradilla de este artículo lo deja bien claro: a pesar de que los vascos seamos los reyes del pintxo y hayamos euskaldunizado la palabra con su correspondiente «tx», lo cierto es que el término es un préstamo venido de Madrid.
Serénense, que no es plan de mesarse los cabellos ni romperse la camisa. No estoy diciendo que nuestros adorados bocados de taberna, famosos en el mundo entero, sean un invento madrileño. Me estoy refiriendo sólo a su denominación, una cuestión meramente léxica cuya responsabilidad –en caso de desmayos, daños o perjuicios morales– voy a tener la jeta de atribuir al ilustre Jon Uriarte. Fue leyendo una de sus recientes historias en 'Bilbaínos con diptongo' como se me ocurrió tirar del hilo pintxero.
Se preguntaba Uriarte hace pocos días si la gilda había sido realmente el primer pintxo de la historia. En el mismo texto se respondía a sí mismo correctamente: los aperitivos de barra ya existían antes de que la gilda viniera al mundo en 1942. De hecho lo que se descubrió en el donostiarra bar Vallés, cuna de este maravilloso invento con nombre de película hollywoodiense, fue una afortunada combinación de ingredientes sobre la base de un concepto culinario ya conocido, la banderilla. Dice el diccionario de la RAE que 'banderilla' es, en su cuarta acepción, una «tapa de aperitivo pinchada en un palillo». La Academia admitió esta sabrosa definición de la palabra, hasta entonces reservada para los asuntos taurinos, en 1983, y apenas dos años después se abrió a aceptar como significado de 'pincho' el de «porción de comida que se toma como aperitivo atravesada por un palillo». Ambos términos compartían el palillo como elemento común y definitorio.
Lo que no explica el diccionario es que 'banderilla' se usaba ya a principios del siglo XX y que los pinchos, fueran con ch o con tx, llegaron bastante después. Unas y otros deben su nombre a la pieza que las sujeta, esa puntiaguda astilla de madera que al menos desde el siglo XVIII se conoce con la denominación de 'palillo' o 'mondadientes'. No sabemos a quién se le ocurrió la gracia de comparar el acto de pinchar el palillo en la comida con el de clavar las banderillas al toro, pero está claro que la metáfora se popularizó en casi toda España hace ciento y poco años, justo cuando se puso de moda la costumbre del tapeo de barra.
En los clásicos chacolíes bilbaínos del siglo XIX no había pintxos, ni tapas ni nada de nada. El cliente habitual sabía que o se llevaba la comida de casa él mismo (algo por entonces muy habitual) o, una vez en el local, tendría que pedir y pagar la comida que ofrecía allí el hostelero. Habitualmente, cazuelas de guisos como bacalao a la vizcaína o magras con tomate. Para quien quisiera gastar poco y entonar la bebida con algún mínimo bocado se discurrió la solución del huevo cocido, un apaño espoleado por la competencia que comenzaron a plantear las tabernas urbanas. En ellas sí que se servían, allá por 1904, los chiquitos de vino con un trocito de queso, una sardina vieja, una loncha de chorizo o un puñado de aceitunas. Aún no se llamaban pintxos, sino banderillas.
Poco a poco la oferta fue creciendo. 50 años después los bares vascos eran muy parecidos al que ven en la fotografía, un anónimo negocio vitoriano en el que se ofrecían numerosas banderillas, todas con su correspondiente palillo bien clavado al pan. El getxotarra bar Zubia y el vitoriano Trafalgar serían pioneros en lo que ahora llamaríamos «pintxos elaborados» y entonces se conoció simplemente como «banderillas de cocina» o «banderillas calientes».
¿Y lo de que el pintxo viene de Madrid? Ni en este periódico ni en ningún otro de nuestro entorno se usó esa palabra para referirse a las banderillas hasta finales de los 60. La pista de su origen madrileño se la debemos al mítico hostelero zornotzarra José Luis Ruiz Solaguren, quien en 1954 y a propósito del éxito de su bar en Madrid dio una entrevista a EL CORREO explicando que dedicaba dos horas diarias a preparar banderillas, «pinchos según denominación madrileña».
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