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Pepita en su viejo kiosco, 1923 (Archivo de la Diputación Foral de Bizkaia).
La historia de 'Pepita la del Arenal' (Josefa Lloret), que endulzó la vida de los bilbaínos

La historia de 'Pepita la del Arenal' (Josefa Lloret), que endulzó la vida de los bilbaínos

Historias de tripasais ·

Esta quiosquera pasó 40 años vendiendo chucherías en su kiosko del centro de Bilbao hasta que lo derribaron y se murió de pena

Miércoles, 16 de junio 2021, 01:25

Entre aplausos, escapadas furtivas a la panadería y paseos con perros prestados hubo quien el año pasado se acordó de otro magnífico pretexto para sortear la dureza del confinamiento: ir a por el periódico. Los kioscos vivieron en 2020 una primavera dorada. Tuvo que venir una pandemia a recordarnos que estos establecimientos no sólo merecen la etiqueta de comercio esencial, sino que son hilos imprescindibles en nuestro tejido social.

Por los kioscos se asomaron caras que llevaban años sin pasar por allí, ávidas de noticias y también de chicles, de gominolas, de botellines de agua y de esa cháchara insustancial pero que tan necesaria fue en esos días. Una sonrisa cordial, un buenos días, un qué te pongo. Los kioscos han cumplido esa función de primera necesidad incluso desde antes de llamarse kioscos, cuando eran puestines, casetas o tenderetes al aire libre. La denominación de kiosco o quiosco vino importada de Francia a mediados del siglo XIX como una manera supuestamente chic –más bien cursi y resabiada– de referirse a las pequeñas construcciones que se dedicaban en la vía pública a la venta de flores, prensa, dulces, etc. Ahí donde la ven la palabra procede originalmente del idioma persa, en el que kōšk significa templete o pabellón abierto.

Estéticamente, los quioscos decimonónicos no tenían nada que ver con los jardines de Babilonia ni con los hermosos palacios de Bagdad. Normalmente eran estructuras humildes construidas en madera, donde los transeúntes adquirían productos como dulces, frutos secos, refrescos, helados, prensa o cerillas. Mezclaban la titularidad pública con la responsabilidad privada, ya que los gastos de edificación, mantenimiento y los impuestos corrían de parte del kiosquero, pero en realidad éste dependía de una concesión municipal.

La historia de Josefa

El ayuntamiento era el auténtico dueño de estos puestos, razón por la cual hace un siglo la corporación bilbaína decidió remozarlos, unificar su estilo y encargar a arquitectos como Marcelino Odriozola o Pedro Ispizua que proyectaran nuevos modelos para los kioscos de la ciudad. Aprovechando que había que realizar obras de reforma en El Arenal y se tenía que levantar la calle desde San Nicolás hasta el Arriaga, en otoño de 1923 el consistorio ordenó derribar uno de los kioscos más famosos de Bilbao: el de Josefa Lloret, alias 'Pepita la del Arenal'.

Nacida en Valencia en 1841, Josefa Lloret Salt llegó a la ciudad con tan sólo dos años. Su padre, José Lloret Castelló, fue uno de los muchos levantinos que en el Botxo se dedicaban a la venta ambulante de turrones, chufas, cacahuetes o naranjas. En 1865 ya era arrendatario de un puesto en el mercado y de otro en El Arenal, y durante la Tercera Guerra Carlista tuvo también un establecimiento en Tívoli.

Tras su muerte en 1882 su viuda María Rosa Salt se puso al frente de un puesto de dulces justo delante de donde comienza la calle Correo. Ése fue el kiosco que heredó, reconstruyó y popularizó Pepita, en el que pasó 40 largos años vendiendo golosinas a los niños y periódicos a los mayores. También tenía frutos secos, bebidas y pequeños juguetes además de una perenne sonrisa.

En una jaula

Cuando en noviembre de 1923 comenzaron las obras de El Arenal, Pepita tenía 82 años y seguía yendo diariamente a trabajar. El mismísimo alcalde, el socialista Justo Somonte, había sido de niño uno de sus clientes más fieles y habló personalmente con ella para explicarle adónde iban a trasladar su kiosco.

También le hicieron una extensa entrevista en el diario 'El Liberal', en la que contó anécdotas de su juventud y alardeó de haber vendido siempre productos de gran calidad, especialmente caramelos y merengues. «Para lo que yo voy a vivir –decía –ya me podían dejar en este kiosco que tiene para mí tantos recuerdos». A Pepita la metieron en un kiosco pequeñísimo, una jaula a la que no se pudo acostumbrar. El 8 de enero de 1926 'El Liberal' contó que se había pasado semanas en un banco, llorando junto al lugar donde había estado su templo de chucherías. Se dedicó a vender trigo para las palomas, sentada al aire libre de El Arenal hasta su último día. Cosas del triste destino, murió atropellada allí mismo en 1928.

No estaría mal que se pusiera una placa con su nombre y con el de las otras muchas kiosqueras (María García, Asunción Urgoiti, Felipa Moreno, Bruna Gallastegui, Manuela López, Luisa González, Saturnina Garay…) que endulzaron la vida de varias generaciones de bilbaínos. Ellas también fueron gastronomía.

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