Parábola de la angula y la anchoa
Historias de tripasais ·
En 1941, el escritor bilbaíno Luis Antonio de Vega explicó con un relato la ley de la oferta y la demanda gastronómicasHistorias de tripasais ·
En 1941, el escritor bilbaíno Luis Antonio de Vega explicó con un relato la ley de la oferta y la demanda gastronómicasAna Vega Pérez de Arlucea
Lunes, 12 de noviembre 2018
Con algo de suerte y buena memoria recordarán que hace unos meses hablamos aquí de mi ojito derecho en esto de la crónica gastroliteraria, don Luis Antonio de Vega (1900-1977), y hoy vuelvo a contarles más cosas de él. Qué le voy a hacer ... si me suliveyan los perjúmenes de ese señor txirene y zampón, oigan. Qué le voy a hacer, si lo contó casi todo y casi todo bien, con una gracia que para sí quisieran los Brillat Savarines y Josep Plas de turno. Mientras las tendencias se empeñan en que no haya ni un restaurante sin su tataki de atún o su tartar de salmón, sin su merlucita plancha ni su pulpo a la brasa, hace 77 años al amigo Luis Antonio ya hablaba de que el valor que damos a los pescados (y a los alimentos en general) es completamente arbitraria. Puro postureo.
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La abundancia o escasez, en su caso, y los hábitos sociales llevan siglos poniendo etiquetas a la comida según fuera un objeto de deseo o no, una especie de tasación mental según la cual ciertos productos eran mejores o peores a causa de su precio. Si echáramos la vista un siglo atrás veríamos cómo la gente se despepitaba por el pollo y lo ponía en los altares de bodas y fiestas de guardar, mientras que en el siglo XVIII hasta la persona más pobre de Bilbao podía hartarse de angulas, de lo abundantes que eran.
De nuestro pececito más apreciado habló precisamente De Vega para dejar claro que la estimación en dinero contante y sonante no tiene nada que ver con la calidad gastronómica, sino con las ideas preconcebidas. Antes de escribir sus magníficos libros para tripasais ('Guía gastronómica de España', 'Viaje por las cocinas' y 'Viaje por la cocina española') el autor bilbaíno colaboró con diversas publicaciones en las que dejó asomar su pluma glotona.
Una de ellas fue la revista 'Vida vasca' (Bilbao 1924-1981), donde De Vega dio habitualmente rienda suelta a su amor por la buena comida perorando sobre escuelas de cocineras, rutas de chiquiteros o menús de Nochebuena. Para el número 18 (enero de 1941) mandó un pequeño relato de dos páginas titulado 'Parábola de la angula y de la anchoa', en el que se preguntaba qué pasaría en un mundo al revés en el que la cría de la anguila fuera abundante y el humilde pescado azul fuese escaso como las pepitas de oro.
En 1941 la angula aún se pescaba en la ría del Nervión pero costaba un ojo de la cara y otro medio. Los anguleros pasaban la noche debajo del puente de San Antón o más allá, en La Isla, con su linterna encendida y su cedazo dispuesto a encontrar tesoros. Las angulas se hacían de rogar y muchas veces el pescador volvía a casa de madrugada con los bolsillos vacíos y el cuerpo aterido, pensando con envidia en las redes colmadas de los amigos que salían a la anchoa. Entonces no había cuota y las anchoas del Cantábrico saltaban a los brazos de los faenantes, que llevaban por la tarde el botín a las escaleras que bajaban del mercado de la Ribera hacia la ría, donde «las mujeres descendían los primeros peldaños resbaladizos, en una mano la cesta, en la otra la calderilla para pagar los platos rebosantes de pescado».
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Horas antes los anguleros habían echado cuentas con los pescateros de la ciudad, aquellos que nutrían las mesas de ricos y famosos. Mientras que la anchoa se compraba con calderilla, para la adquisición de la angula era necesaria moneda de plata. ¿Pero y si se diera la vuelta la tortilla? «Supongamos que el fondo de la ría fuese un vivero de angulas inagotable, que ni siquiera fuera necesario pasar la noche al relente para que los cedazos se llenasen, y que al otro lado de la bahía la anchoa se mostrara no a miríadas, sino a dispersas unidades».
En ese caso la angula se vendería a precio de risa y la anchoa sería bocado exclusivo de afortunados. Las compradoras que se quejaban amargamente de no poder catar las angulas protestarían ahora por tener que comer «esas lombrices sacadas del fango de la ría». No entraría en juego la calidad de uno ni otro manjar, sino la sospecha de que se puede ser más feliz comiendo una cosa que otra. Como decía nuestro muso particular, apreciemos la comida independientemente de su precio: «aderezadas con amor, todas las vituallas resultan excelentes».
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Se pone en la cazuela una capa de aceite y una de cebolla, sobre la que se tienden las anchoas limpias, y encima otro picado de cebolla que se riega con aceite y se espolvorea con pimentón. Se coloca al fuego y ya no hay más que esperar a que se termine el guiso.
Para 150 gramos de angulas, 50 gramos de aceite de oliva, media guindilla y tres dientes de ajo. En cazuela de barro plana se fríen en aceite ajos y guindilla, poco a poco, cortados en trozos grandes. Se añaden las angulas, dándoles una vuelta al aire, y se sirven calientes en cazuelita tapada.
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