La cabeza y el corazón a veces se desacompasan y se llevan la contraria. Puedes pensar racionalmente que está muy bien que se pueda producir carne sin necesidad de criar y sacrificar animales y al tiempo sentirte feliz cuando una parte de la comunidad científica ... enfría la euforia del incipiente sector tecnológico del ramo –en plena campaña divulgativa por la necesidad de seguir levantando las enormes inversiones que necesitan– cuando afirma que de aquí a unos años comeremos habitualmente carne cultivada en un bioreactor a partir de una célula madre llamada miocito.
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Algunos expertos, como el catedrático de Tecnología de la Universidad de Vigo Javier Carballo, consideran que no se llegará a lograr propiedades idénticas a las de la carne convencional debido a la complejidad biológica de ésta y advierten que aquellas personas de alto poder adquisitivo que se alimenten con estas carnes de laboratorio tendrán que aprender a comer un producto realmente nuevo, no una copia de los filetes de toda la vida, lo que no parece fácil, al menos en el corto y medio plazo.
Desde la Universidad de Berkeley lanzan también mensajes escépticos por razones económicas. No confían en la rentabilidad de esta nueva industria cuando se eleve de escala ni tampoco en la viabilidad a corto-medio plazo de su producción en masa.
La ciencia ha demostrado que el milagro, la carne sin animales, es posible, pero el debate no se ha apagado, sino que ha mutado. Los argumentos más fuertes esgrimidos por los defensores no son ya de índole científica ni siquiera alimenticia, sino ideológicos o incluso morales, como los referentes al sacrificio de animales. Aseguran que estas nuevas tecnologías producirían carne con un consumo bajísimo de agua y una reducción importantísima de la actual emisión de Co2.
Si cada vaca emite unos 200 kilos de metano al año y en el mundo hay más de mil millones de ejemplares, estamos hablando de una cantidad muy importante. Y si tenemos en cuenta la totalidad del sector agro-ganadero veremos que alcanza hasta el 10 y el 12% del total de emisiones a la atmósfera. Pero casi nunca se aporta un listado semejante de los problemas que sin duda ocasiona.
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Me resulta curioso que la gran inversión económica y las campañas de comunicación no se hayan centrado en tratar sustituir el actual modelo por uno nuevo que contemple un menor consumo de carne, como podría parecer lógico atendiendo a las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, sino mayoritariamente un nuevo modelo científico-tecnológico de alimentación.
Desde los sustitutos vegetales de la hamburguesa y de la carne de pollo producida en laboratorios en ausencia de animales vivos se lleva hablando desde hace diez años, pero hasta ahora apenas se había hecho lo mismo con el pescado. Leo recientemente que una de las principales empresas europeas de alimentos congelados, Nomad Foods, acaba de asociarse con BlueNalu, una de las pioneras en desarrollar productos marinos a partir de células de peces en reactores biológicos, para introducirlos en el mercado europeo.
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Hablamos de pescado sin peces, marisco que nunca vio el mar. A la mente nos viene enseguida el surimi, ese sucedáneo del pescado que ha ido ocupando espacio en nuestra dieta convertida en sustitutos del cangrejo o de las angulas, pero pescado transformado al fin y al cabo. Aquí hablamos de otra cosa radicalmente diferente e impensable hace tan solo un par de décadas.
Curiosamente, el número de empresas que desarrollan tecnología y trabajan con músculos artificiales de pescado y no de carne son mucho menos numerosas y conocidas. Si atendemos a las claves de sostenibilidad y calidad nutricional de los alimentos, el pescado siempre sale triunfador respecto a la carne. Ni el capturado ni el cultivado emiten gases perjudiciales para la atmósfera, como sí ocurre con las carnes, y los beneficios de su composición para el cuerpo humano están de sobra descritos, aunque la verdad, ignoro si todo ese Omega 3 presente en muchos de los pescados salvajes también se encuentra los producidos en laboratorio.
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La paradoja de nuestro mundo es que al tiempo que se invierten miles de millones de euros para el desarrollo de tecnología alimentaria que permita ofrecer chuletas sin necesidad de sacrificar animales, el sector gastronómico y los mejores aficionados vibran con el producto excelso y cada vez más escaso que se extrae de los mares o de los mataderos.
Recorremos cientos de kilómetros para tomar una chuleta de buey o para degustar un rodaballo salvaje bien asado a las ascuas del carbón de encina en una parrilla de la costa guipuzcoana. ¿Alguien se imagina pidiéndole a Aitor Arregi un filete de pescado de laboratorio en una comida familiar? ¿Comeremos todos esos sustitutos en casa y acudimos a los restaurantes para poder comer animales? ¿Se convertirá en una excentricidad?
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