Tom Sawyer y sus amigos jugaban a ser piratas en aquella isla del Misisipi y cien años después mis amigos y yo jugábamos a ser ellos en nuestro pueblo. No hay río pequeño cuando el tamaño de la imaginación es desbordante y nunca sentimos que ... las aventuras que corrimos fueran menores que las suyas, sobre todo en aquellos libérrimos años setenta en los que a los niños, entonces especie más que abundante, se les llamaba a gritos por la ventana y solo cuando caía la noche. Los que vivíamos más cerca de nuestro Misisipi llamado Cadagua nos sentimos siempre parte del río, dueños de los alisos, los pozos y los puentes que conocíamos mejor que la salita de nuestras casas porque pasábamos allí mucho más tiempo.

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Éramos los ribereños, los únicos con 'sentido del agua', ese don de los buenos pescadores de truchas, capaces de intuir dónde están sin siquiera verlas, los que aprendimos a nadar sin conocer una piscina, echados sobre un montón de piedras en la orilla, donde hacíamos pie, los que sufrimos algún accidente –casi ceremonia iniciática– que, gracias a Dios, nunca tuvo consecuencias del todo dramáticas más allá de una escayola o media docena de puntos de sutura.

La primera regla de cualquier aventurero de selvas y territorios vírgenes es no depender de la civilización y saber proveerse de alimento y de agua. Nosotros bebíamos de un manantial o, alguna vez, irresponsablemente, de un arroyo que creíamos limpio. Podíamos armar una merienda en un santiamén entrando furtivamente a alguna de las muchas huertas que seguían el cauce de nuestro río, donde crecían los guisantes y las fresas, las habitas de mayo y todas esas delicias verdes por las que ahora se pagan más de cien euros.

La pesca posible

Pero sobre todo, podíamos pescar, como Tom Sawyer, Huckleberry y compañía y eso nos hacía sentir valientes y especiales. Cuando cuento a los chavales de ahora que hace no tanto en el río de nuestro pueblo había caracoles y mejillones de agua dulce de varias especies e infinidad de otros gasterópodos e invertebrados arquean incrédulos las cejas. Cuando les explico cómo pescábamos a mano cangrejos comunes (Austropotamobius italicus), los autóctonos, los buenos, aunque ya empezaban a escasear víctima de la afanomicosis que acabó con todos ellos, y los cocíamos en botes viejos de conserva y agua de río también se sorprenden.

Y más aún al describir que el plan de una tarde de verano era ir a bañarse al río y a hacer merienda armados de sartén, huevos, aceite y sal para hacer tortillas con el resultado de la caza río arriba de sardos o sarbos, como llamábamos por aquella zona al lobo o locha de río (Barbatula quignardi), un pequeño pez bentónico de cuatro bigotes que vivía pegado a las piedras de las corrientes y que pescábamos-cazábamos simplemente con un tenedor, trinchándolos contra las piedras.

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Asusta pensar que hoy de las 55 especies de peces de agua dulce que existen en la Península Ibérica 40 son endémicas y una parte de ellas están en peligro de extinción. No piensen que por su pesca excesiva a tenedor, sino por la alteración de los hábitats, deforestación, obras de encauzamiento, destrucción de los bosques de ribera y por la introducción de especies foráneas invasoras.

El 76% de las especies de peces severamente amenazados en el mundo son de agua dulce. Si los mares sufren, los ríos infinitamente más y a quienes recordamos nuestros tiempos felices al borde a un cauce se nos quiebra algo muy adentro.

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Artes rústicas

A medida que íbamos creciendo la dificultad de las capturas y la técnica necesaria para poder lograrlas se incrementaba. Por debajo de los diez años pescábamos en los remansos, sin caña, con línea y anzuelo, lo que llamábamos 'bermejuelas', aunque en realidad eran piscardos, ezkailus en euskera (Phoxinus bigerri), o con 'botrinos' fabricados con botellas de champán y después de plástico cortadas y cebadas con pan, a todas luces sistemas que no aprobaba el guarda local.

Más tarde ascendían las tallas a las loinas o madrillas (Parachondrostoma miegii) y barbos (Barbus graellsii), que no valorábamos culinariamente y regalábamos siempre a una vecina maestra en escabecharlos, hasta que finalmente un día llegábamos a la reina de nuestro río, la trucha común (Salmo trutta), la protagonista de todos nuestros desvelos hasta que la vida nos alejó de la ribera y la civilización terminó de domesticarnos a todos: al río y a los últimos aprendices de Tom Sawyer.

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El primer carnet que tuve no fue de un equipo de fútbol sino la licencia de pesca. La noche más mágica después de la de Reyes fue siempre la previa a la apertura de la veda. No dormir por miedo a no escuchar el despertador y llegar al río bajo la niebla, todavía de noche, a la espera de poder ser el primero en echar la caña en el pozo en el que ya sabíamos cuántas truchas vivían. No hay salmónido más sabroso en el mundo que el primero que uno ha pescado en su vida.

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