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Como una patada en el cielo del paladar a tanto papanatas. No se me ocurre otra frase para expresar lo que pensé esta semana en ... Haro. Era el último plato de Nublo y Ainhoa nos puso sobre la mesa un buen trozo de solomillo de vaca Frisona alemana. «De vaca vieja, vaya... aunque ahora eso ya no se dice», sonrió la camarera de Bergara.
Estaba en Nublo, el restaurante de Haro que han montado tres antiguos mosqueteros de Mugaritz, Dani Lasa, Llorenç Sagarra y Miguel Caño, tres cocineros con un mapa mental de sabores y productos en la cabeza que dejaría turulato a cualquiera.
A lo que vamos. El solomillo había sido madurado en queso azul durante 24 horas, tiempo más que suficiente para que todo el abanico láctico de la pieza penetrara y transformara la carne, dotándola, además, de una terneza extraordinaria.
Lo magnífico, lo sorprendente, fue que al masticar un bocado de la jugosa y suculenta pieza, el paladar saboreaba también el gusto del queso. Era como el viejuno solomillo al Roquefort pasado por la centrifugadora de tres genios del XXI. Asombroso. Deslumbrante. Finísimo.
Al escribir ayer la reseña de Nublo (en Haro, ya me están tardando en perderse en esta casona del XVI remozada por un arquitecto majara llamado Santos Bregaña) intuí que podía haber algo más que un trampantojo. Que debía haber una carga de profundidad. «Un platazo –escribí– que convierte en genialidad el camino de la carne con salsa de queso (¡tienes su sabor en la boca!) y que se ríe en la cara de esas maduraciones al borde de la putrefacción que tan de moda estuvieron (RIP)».
Fue escribirlo y llamar al jarrero Miguel Caño. No hizo falta decirle nada. Mencionar el plato y confirmar mi corazonada fue todo uno. El solomillo que cierra el menú blanco de Nublo 2023 da en el blanco: es un ataque, sutil, pero directo y bajo la línea de flotación, a esa moda que llevó las maduraciones de la carne a extremos que rozan el delito sanitario (y que, en cuestiones de sabor y olfato, contravendrían la Convención sobre el Almacenaje y Uso de Armas Químicas).
Ahora se oye hablar mucho menos de ello.
Mejor.
Pasó la fiebre (la fiebre, palabra que emplea Víctor Arguinzóniz para referirse a alguno de los chuleteros que rechaza para Etxebarri por mostrar en sus carnes un pésimo sacrificio de la res o alguna dolencia que ha dañado sus carnes y grasas).
Perviven las cámaras Dry Aged para madurar chuleteros y demás (sobre el punto óptimo hay opiniones para todos los gustos), pero la pasión por devorar a trozos de carne prehistóricos, de apariencia grisácea o azulenca, pastosa, y con evidentes aromas a putrefacción, parece que va de 'vaca caída'.
Recuerdo un almuerzo en el Baserri Maitea. La chuleta asada, con algo más de 90 días, me ofendió la nariz desde al menos tres metros de distancia. Corté y metí un trocito a la boca y, de inmediato, me deshice discretamente del bocado. Incomible. Una opinión (que para mi tranquilidad) compartió al cien por cien con Xabier Ruiz, el parrillero de Casa Nicolás (palabras mayores, eh). Adiós, carne vieja.
Con el solomillo al queso iban unos pimientos rojos asados, caseína de queso y brotes.
Uno de esos platos que se recuerdan para siempre. Pasó en Nublo.
PD: A ver si acertamos de una vez con el encabezamiento de esta misiva. Alterno puntos y comas para tratar de obtener un ortográficamente correcto 'Buenos días, Alicia'. O un 'Buenos días, Nerea', 'Eguerdi on, Odiseo'. Pero raramente sucede. A ver si hoy suena la flauta. Travesera, por supuesto. Tampoco importa si son cascabeles, pífanos y timbales.
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