Han probado a reservar mesa para cenar estos días en Bilbao? Cuesta, ¿verdad? Desde San Ignacio hasta el chupinazo de Aste Nagusia se abre en el calendario local un agujero negro en el que hacer el mínimo recado, tomar un pote en el bar de ... siempre o salir a un restaurante de confianza supone una odisea. El panorama de calles desiertas y persianas bajadas ya no es tan desolador como antaño, cuando el Bilbao industrial apagaba máquinas en verano. La llegada del turismo ha conseguido que, al menos en áreas concretas, uno pueda cruzarse con seres humanos al salir a la calle. Pero cualquiera que lea estas líneas desde el centro de la villa sabrá que durante este par de semanas estamos, como mucho, a medio gas.
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Eso se traduce en pequeñas inconveniencias de la vida moderna, entre ellas que la disponibilidad de bares y restaurantes se vea notablemente mermada. La ruta de poteo, reducida a la mínima expresión; las casas de comidas clásicas, con las neveras vacías y las luces apagadas; y la mayor parte del gremio, disfrutando de un merecido descanso en alguna concurrida playa levantina. Hay un puñado que permanecen abiertos –de algunos damos cuenta en estas páginas–, pero se dedican mayormente a alimentar a un público foráneo, que se rige por otros horarios y valora cosas distintas.
Cierto es que las cadencias de la vida bilbaína han cambiado en los últimos años y que muchos de los que estos días prefieren cerrar, harían buena caja en estas primeras semanas de agosto si optaran por encender los fogones. Pero a veces echar el cerrojo es también una forma de activismo, casi una estrategia de marketing: una manera de demostrar que se deben a un público mayoritariamente local. El hostelero prefiere irse de vacaciones a la vez que su clientela, a quedarse a pescar guiris que ni le conocen, ni entienden su idiosincrasia.
Esto de cerrar en agosto acabará siendo un anacronismo, una herencia de otra época, en la que todo Bilbao se movía con los mismos ritmos. Es probable que con el tiempo la costumbre se diluya en una contemporaneidad que demanda disponibilidad absoluta. Pero de momento aún sirve para distinguir a los hosteleros de la vieja escuela.
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