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CUENTO DE VERANO
Benjamín Lana
Jueves, 1 de agosto 2019, 18:47
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Benjamín Lana
Jueves, 1 de agosto 2019, 18:47
Todo empieza con un ojal bordado en rojo en una tela blanca de hilo que la cámara muestra en un primerísimo primer plano desconcertante. Pasados unos segundos el zoom empieza a retroceder y pronto se descubre, insospechadamente, que se trata de una servilleta de generosas dimensiones a la que se le ha practicado el corte para que se pueda sujetar al botón de la camisa. Está usada y arrojada sobre una mesa vestida, pero mantiene la dignidad de las prendas a las que se les ha dedicado generoso tiempo de plancha y almidón. Mide 80x80 centímetros, algo tan inusual a día de hoy como un telegrama. En su enormidad es pura contracultura. Ha mutado de símbolo burgués a crítica salvaje contra la racanería impuesta por una falsa idea de modernidad y las implacables hojas de cálculo.
Lo habitual en cualquier cuento sería utilizar su presencia tan solo como pie para contar las historias de los comensales a los que libró de las manchas, las historias que pudo escuchar, ahí tan cerca del cuello o de los muslos, o las de los labios que la tocaron primero con carmín y luego con salsa menier. Imaginemos que la servilleta que usó Charlize Theron en su primera cena con Sean Penn, o en la última, pudiera contarlo todo.
Pero también podemos ensoñar algo más cotidiano. El almuerzo entre un viajante y un comerciante que termina sin acuerdo y dejará a una familia sin vacaciones o, por qué no, la primera visita a uno de los últimos restaurantes clásicos de la ciudad del que, aunque nadie lo sepa aún, será en ocho años el mejor cocinero del mundo. Pero en este cuento la servilleta no es el gancho ni el telón, sino el mismísimo protagonista, en cuerpo presente eso sí, de un relato que concluirá como epitafio de la ritualidad occidental en la mesa o, por el contrario, como semilla que germinará contra el 'anticonvencionalismo' convertido en convencional que nos domina.
Una de las pocas veces en las que el título traducido de una película mejora al original es el de 'Comer, beber, amar', la alegoría del fin de una sociedad tradicional que filmara Ang Lee a principios de los noventa en su querida Taipei. Así enunciada, la trilogía podría adoptarse como primer mandamiento para los seguidores de este comino. El original en inglés, 'Comer, beber, hombre, mujer', cojea pese a tener cuatro palabras en vez de tres y no tiene la capacidad de expresar una sucesión de acciones que resumen un modo de vida 'cominista', la nuestra. En aquella historia de Chu, el maestro cocinero semiretirado y viudo heredero del gran acervo cultural gastronómico de China, y sus tres hijas que viven en la cultura occidentalizada de su tiempo, se hablaba de comida y de los cambios vertiginosos que amenazaban con llevárselo todo, tirando por el desagüe lo aprendido en miles de años, como ahora quizás nos esté ocurriendo a nosotros.
A fuerza de cocinar, beber y amar el director taiwanés estaba reflexionando sobre la naturaleza y la esencia del ser humano, sobre lo inmutable y lo accesorio, sin dramas, con ironía y humor. Y si el cambio es inevitable y necesario en su sociedad también lo debe ser en la nuestra. Lee debió haber concluido también que para el ser humano es tan importante el cambio como el rito porque somos, sobre todo, seres simbólicos. Y si no recordemos las pinturas rupestres. O la servilleta.
De ahí que la nueva película de nuestro tiempo, la que supere el formato ya gastado de los documentales del Netflix, la que trate las cosas del 'comer, beber, amar' con más profundidad que una lista de ingredientes y de pasos de elaboración de un plato, la que deje de mirar a un cocinero solamente como un personaje del nuevo 'show business', quizás tendrá que ser más simbólica, con su servilleta o su plato hondo imperial de porcelana blanca como disculpa, más verbal que visual para explicar quiénes queremos ser sin olvidar quiénes fuimos, para llamar la atención sobre qué herencia debemos salvaguardar.
La cámara se aleja y deja ver otras mesas también vacías y en la penumbra de la madrugada. Charlize y Sean hace rato que llegaron al hotel y el guionista no da ninguna pista sobre cómo terminó la velada, si en la misma suite o en dos contiguas. Un tiempo después Charlize conocerá a Albert Adrià. El próximo genio de los fogones está rendido. Trabaja quince horas y duerme como si fuera un aspirante a marine en una habitación compartida con tanto olor a sudor como ilusiones. Cambiará de camastro, de país y de olores varias veces en los próximos años hasta que sienta que ha llegado el turno de comerse el mundo. Todo es un sueño, como una servilleta de 80x80.
PD. Seguimos al pie del cañón todo el verano. La próxima semana salitre mediterráneo. Disfruten. Coman, beban, amen. Amén.
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