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Retomamos el hilo por la postdata del último comino, ese número 100 con el cual esta columna dejó de ser oficialmente un bebé. Decíamos que la gastronomía está convirtiéndose en muchos lugares del mundo en una de esas actividades que muestran el dinamismo de una ... sociedad y representa como pocas la búsqueda de horizontes colectivos y, también, de medios de vida personales por cuenta propia, eso que en algunos sectores modernos llaman emprendedores y que en el de la hostelería, sin tanta trompetería lingüística, se quedó en hosteleros o, como mucho, en pequeños empresarios. Tipos que además de guisar bien tienen que saber comprar, vender y sumar como los ángeles para llegar a fin de mes y sujetar el negocio. Hombres y mujeres que deciden abrirse camino por su cuenta para poder desarrollar su proyecto o su sueño con alma de pionero que renuncia a la comodidad del sueldo fijo y las vacaciones largas con el propósito de, a cambio, poder ser el dueño de su menú y, con suerte, de su destino. A menudo, creadores de más empleo que Facebook y Google en la mayoría de los países.
Colombia es uno de estos lugares donde está empezando a vivirse una de estas situaciones. Una segunda generación de cocineros, la mayoría bien formados fuera de su país y con larga experiencia en destacados restaurantes gastronómicos, han regresado o están a punto de hacerlo para abrir sus negocios de cocina colombiana contemporánea. Tipos que atesoran hojas de vida –así llaman allá de bonito a los currículum–, absolutamente impresionantes tras estudiar en España o Francia y trabajar largas temporadas en restaurantes multiestrellados de nuestro país, Estados Unidos, Escandinavia, Italia o Japón. Chicos y chicas en la treintena que apuestan por su país y por iniciar la renovación definitiva de las cocinas tradicionales y el descubrimiento para el mundo de la despensa colombiana, una de las más biodiversas del mundo.
La escena de restaurantes creativos y con alma en Bogotá está cada vez más animada. Los locales tan lindos como sencillos, sin inversiones millonarias, regentados por un cocinero y su equipo, se suceden en la ciudad desde el fino barrio de Chapinero hasta el más 'jipoide' de La Candelaria. Cuando se cruza la puerta de sitios como Mesa Franca, Salvo Patria o Prudencia un aficionado pensaría que está en Williamsburg o en Copenhague en lugar de en Bogotá. Así de bohemio y contemporáneo es el ambiente que se respira, la informalidad y el compromiso con el producto en restaurantes que destacan con sus menús en tiempo real, con más sartenes que 'roners', sin sitio para preelaboraciones ni sofisticadas 'mise en place', con propuestas basadas en los productos de la tierra, que en Colombia es como decir de cualquier ecosistema del mundo salvo el polar. Casas nuevas y humildes orgullosas de su país, a diferencia de los restaurantes burgueses creados y visitados por las anteriores generaciones de colombianos acomodados que miraban la comida francesa –o peruana en la última década– y calzaban zapatos de su admirado Salvatore Ferragamo. Lugares que se acercan sin vergüenza, con una cierta inocencia todavía en muchos casos, al potencial tremendo que esconde un mundo virgen y sorprendente llamado producto colombiano, no menos asombroso de lo que en su día fueron el oro y la plata para los españoles. Casas suficientes solo en la capital para armar una ruta de seguidores de los conceptos y preceptos que ahora mandan en el orbe gastronómico mundial: autenticidad, territorio, identidad… Chefs con técnicas e inspiraciones escandinavas o españolas que se miran en Leo Espinosa, convertida en la 'mamma' emocional, en su caso quizás habría que decir que casi la Pachamama, a diferencia de lo que ocurre con la mayoría de los otros cocineros que se trató de posicionar, hace una década, como cocina colombiana para no perder del todo el tren frente a la durísima competencia mexicana y peruana, profesionales que están básicamente al negocio, noble ocupación, pero no a la transformación gastronómica del país.
Los jóvenes, como Iván Cadena o Álvaro Clavijo en Bogotá, Jaime Rodríguez y Sebastián Pinzón en Cartagena, Miguel Warren en Medellín o Juan Ruano en Pasto, por citar solo algunos de los más cuajados, forman una escuadra –aún no definitiva, porque aún han de subirse algunos más y caerse de maduros los que no tengan la determinación o el talento suficiente para aguantar una larga carrera por etapas– que nunca antes se había dado en su país y que da visos de credibilidad a esa aspiración de que en unos años, quizás no tantos, Colombia se convierta por trabajo y derecho propio en el nuevo epicentro de la cocina contemporánea de raíz en América Latina, agarrando con fuerza el testigo que algunos otros países que le antecedieron no han sabido sujetar.
Postdata
Visita al restaurante Efímero del joven –de verdad, 27 años– Joaquín Serrano en la madrileña Marqués de la Ensenada. Cuatro meses después de su apertura, la madurez de la propuesta y la calidad del producto es casi sobresaliente. Para apuntar en mi lista de favoritos en la capital. Directo al selecto club de sitio para ratones, no para princesas.
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