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Valentina Álvarez es un torrente que contagia optimismo con su palabra y su sonrisa perpetua. Aprendió la cocina tradicional de Manabí, en la costa de Ecuador, con su bisabuela y ahora mantiene viva su cultura ancestral guisando y formando jóvenes en la escuela-restaurante Iche, ... un laboratorio social más que gastronómico desde el que inyecta futuro a la comunidad. Ayuda y visibiliza a las asociaciones campesinas y de pescadores, promoviendo el uso del producto local y cocina en el horno tradicional manabita, una gran caja de madera llena arcilla y ceniza situada en alto que permite realizar hasta 16 tipos de cocciones distintas. Este horno es el epicentro de la cultura manabita por su singularidad –es una suerte de termomix prehispánica– y porque la cultura oral de su gente se nutre y se enriquece a su alrededor. Ambos, horno y cocinera, están estos días en Asturias como uno de los platos fuertes del congreso FéminAs que acaba de celebrarse.
Lo más importante que transmite Valentina no son sus recetas ancestrales, como el viche, una deliciosa sopa de pescado con plátano verde, maíz, cacahuetes y verduras, sino sus palabras. Me gustaría apuntar casi todas las que dice, llenas de respeto y sabiduría, pero no tengo a mano con qué. No importa, porque las más valiosas resuenan en mi cabeza aún envueltas en su voz alegre y cadenciosa como las olas del Pacífico.
El horno manabita es un símbolo más que una herramienta de cocina y en él no solo reside la memoria, sino, de alguna manera también, el futuro de su pueblo costeño. «Cuando el horno está encendido se activa la memoria», dice. Cuando los jóvenes se reúnen alrededor del artefacto, mientras las raspas del pescado se ahuman suavemente en lo alto y los trozos de carne van secando, muy cerquita de las mazorcas de maíz que servirán para plantar en la próxima cosecha, mientras se cuecen y asan las viandas del día, surgen los cantos y las recetas no escritas, los nombres de las hierbas del monte y comienza de nuevo el ciclo de la auténtica vida sostenible en armonía con la naturaleza, esa que se vivía ya antes y que ahora tanto nos empeñamos en reconstruir desde nuestra postmodernidad.
Valentina conoce bien todas las maneras de registrar el conocimiento. Sabe de las recetas, los libros, el mundo digital y también de los vídeos, ahora tan accesibles para guardar voces y gestos, pero anuncia rotunda que la cocina que no se practica, la que no se elabora, «es cocina muerta». No dejo de pensar que cada vez que habla de plátanos y manís, del futuro de la cocina, está hablando de su gente y deseo que el horno siga encendido por muchos siglos.
El congreso asturiano ha visitado este año las cuencas mineras del Caudal y el Nalón, mostrando la insolente fuerza de la naturaleza cantábrica del parque natural de Redes y las mismísimas entrañas del paraíso a través de los pozos mineros, visitables algunos de ellos, como el San Luis o Sotón, en silencio desde que dejaron de rugir las vagonetas cargadas de carbón. FéminAs se ha convertido en un encuentro de mujeres sin límites, de mujeres valientes de todo tipo y condición. Junto a las guisanderas locales, empeñadas en mantener viva la tradición culinaria popular de cada comarca asturiana, hay infinidad de ejemplos de otras mujeres que se han puesto el mundo por montera en las empresas agrícolas, en las cocinas de altos vuelos y en las más sencillas.
La danesa Kamilla Seidler ha recibido los más deseados premios y medallas de su profesión, cocinera, pero ni vive de ellos ni para ellos, y explica a sus compañeras que solo entiende la suya como una actividad en equipo que consiste en transformar en alimentos los productos disponibles en cada lugar o época del año, sin más ínfulas. Seidler defiende con su ejemplo, antes en el restaurante-escuela Gustu de Bolivia y ahora en Lola, su nueva casa abierta en Copenhague, algo tan sencillo y revolucionario como «cocinar con lo que hay».
Dora y Ana Lía, madre e hija, son indígenas aimaras, cocineras y escaladoras de los Andes. Su ejemplo de superación y su capacidad de alcanzar las cumbres más altas las convierte en un icono para todas las demás mujeres. Pisar la cumbre del Aconcagua vestidas con sus polleras (faldas) tradicionales ha sido el camino más corto para romper con prejuicios y mantras milenarios. Lo suyo es hollar las cumbres del mundo para que las demás «pueden usar su libertad». Romper los techos de hielo para romper los de cristal.
La cocinera chilena Pilar Rodríguez, una de las más influyentes en su hemisferio, recuerda que las culinarias de territorio lo son antes de caras, de personas, que de productos concretos. El factor humano, una y otra vez como arma cargada de futuro. Las nuevas generaciones de mujeres del rural transmiten un optimismo y una fuerza inusitada con una mirada integradora y optimista. Están felices de compartir este evento que genera los espacios y los tiempos para poder escucharse y comprenderse, no solo oírse.
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