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Uno de los temas que más me interesa desde niño es el de la relación entre la gente y la comida. Los viajes hacia el norte de los primeros homínidos, el crecimiento de nuestro cerebro al cambiar la alimentación, la agricultura y la aparición de ... las primeras sociedades sedentarias, el descubrimiento de América y la primera vuelta al mundo… y así hasta llegar a la revolución francesa y más allá, son gestas increíbles que tienen su origen en la segunda necesidad más básica de nuestra especie después de respirar: comer. Así que devoro casi todo lo que cae en mis manos relativo a esa cuestión. No es de extrañar, por tanto, que las tesis del periodista británico Dan Saladino, autor del libro Eating to Extinction: The World's Rarest Foods and Why We Need to Save Them (Comiendo hasta la extinción: los alimentos más raros del mundo y por qué debemos salvarlos), a quien pude escuchar en el congreso Diálogos de Cocina de San Sebastián, me dejaron inquieto y pensativo durante semanas.
Casi a diario nos llegan cientos de mensajes contradictorios en relación a los alimentos. Cada sector o grupo de interés incide en el ángulo favorable de lo suyo sin mostrar la realidad en su integridad. Pongamos los vegetales frente a la carne, por citar el más común de los ejemplos. Se afirma sin parar que la ganadería es perjudicial para el planeta por el alto consumo de agua dulce que demanda –amén de otras razones vinculadas a los derechos de los animales– pero no se menciona que el actual sistema agrícola global es precisamente uno de los mayores consumidores de agua. Se propone un incremento exponencial del consumo de vegetales –ni siquiera en su estado natural, sino convertidos tras complicadísimos procesos en trasuntos de pescado o de carne–, cuando los científicos han demostrado que el planeta no podrá soportar la producción de verduras y hortalizas para alimentar al total de la población en treinta años, cuando seamos ya diez mil millones de personas, sin terminar no solo con el agua dulce disponible sino también con los últimos espacios de tierra virgen o no cultivada que quedan en el mundo.
La conocida como 'revolución verde' de los años sesenta llegó envuelta en la bandera romántica de la erradicación del hambre y la desnutrición en los países subdesarrollados gracias a la mejora de la productividad que aportaba. El ingeniero agrónomo Norman Borlaug, con el apoyo de la Fundación Rockefeller, logró implementar en México un sistema de producción agrícola revolucionario gracias a la combinación de semillas seleccionadas y cruzadas para hacerlas más productivas, la utilización de fertilizantes, plaguicidas y herbicidas así como de la mecanización de los campos, convertidos en gigantescas extensiones de monocultivo. Alimentos para todos, se decía.
El sistema y los métodos no tardaron más de dos décadas en extenderse por todo el mundo, arrinconando miles de especies que habían ido evolucionando y adaptándose a los territorios y condenando a muchas de ellas a la desaparición. La realidad hoy, tal y como la describe Saladino, es bastante terrible. Solo cuatro multinacionales controlan la mayoría de las semillas muy productivas que se usan en el mundo. La mitad de los quesos que se elaboran en todo el planeta se producen con los cuajos manufacturados por una única compañía. De las 1.500 variedades de plátanos que existen en el mundo, el mercado global está dominado por una sola, la Cavendish, ahora en grave crisis por su sensibilidad a los hongos.
El sistema productivo de alimentos en el que ahora estamos, el que traería alimentos baratos para todos, según se decía en su época, es frágil y genera inseguridades y dependencia, como acabamos de comprobar con el caso del trigo ucraniano. Este sistema alimentario que hace mucho perdió su halo de romanticismo sufre duramente con el cambio climático puesto que las pocas especies de las que depende no son capaces de adaptarse a la escasez de agua y a las altas temperaturas.
Saladino, como otros expertos, promulga la complejidad y la diversidad como el camino de futuro. Quizás el siguiente paso en la evolución tenga que ser en sentido opuesto, una involución, como ya están haciendo en Cambridge, tratando de volver desde los trigos actuales al original. Conservar las semillas y mantenerlas lejos de los grandes consorcios puede ser un gran legado para las generaciones venideras, un trabajo que requiere concienciación y esfuerzo. La uniformización genética de los alimentos es uno de los graves peligros a los que nos enfrentamos y, sin embargo, uno de los que pasa más inadvertido.
Las cadenas de suministro de alimento globales quizás no sean más que eso, cadenas. Producir alimentos de forma masiva en pocos territorios y luego distribuirlos por el mundo no parece ser la más inteligente de las actuaciones como especie, pero ¿qué es lo realmente necesario y viable en términos globales?
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