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No hay discusión más intensa sobre el supremo valor de la justicia y de su opuesto que la que surge tras la presentación cada año de la guía Michelin. No queda títere con cabeza. Gloria o fuego. Hay pocos fenómenos sociales que después de siglo ... y pico sigan despertando tanta sonrisa y tanto hinchazón de venas del cuello como la imposición de chaquetillas.
Lo primero que quiero es diferenciar la gala de las decisiones de la guía. Son cosas diferentes y no tienen o deberían tener relación alguna. Una cosa es cómo la dirección comercial organiza un evento y otra lo que opinan los profesionales inspectores que dan de comer a sus familias gracias a su veredicto libre. Por esta razón, y porque que lleva funcionando más de un siglo, podríamos decir que este sistema de valoración es el más garantista de todos, lo cual no quiere decir que esté libre de dudas y críticas. En palabras de un cocinero multiestrellado con restaurantes en tres continentes: «Es la única que no se puede comprar».
En mi opinión, la gala que acaba de celebrarse en Barcelona es la mejor, al menos desde 2016, de las que he seguido ininterrumpidamente. La más ágil, la mejor organizada, la más brillante como evento. Fue como un buen encierro de San Fermín, emocionante y rápido, casi una hora menos de ruido –discursos de políticos y patrocinadores– que en los años anteriores cuando lograron aburrir tanto a las ovejas manchegas de Toledo como a las guirras de Valencia.
Otra cosa es la decisión de los inspectores de la Michelin otorgando su primera estrella a 31 restaurantes de todo el país, la segunda a solo un establecimiento y la tercera a dos que la merecían. Los convocados al Forum de Barcelona mantuvieron la compostura porque la gala cerró con la tercera estrella para el restaurante Disfrutar, el momento más aclamado de la noche, el único en el que si en vez de en un auditorio hubiésemos estado en el Coliseo romano todos los asistentes hubieran levantado al unísono sus pulgares hacia arriba. Los más jóvenes también se sentían felices. No hubo rincón de España que no tuviera sus nuevos jóvenes estrellados –en el País Vasco igual habría que pensar un poco qué está pasando y por qué pese a las grandes inversiones públicas destinadas a garantizar la otrora hegemonía culinaria–. En muchos casos, restaurantes situados ya en la élite a los pocos meses de abrir, como Osa o Barro, por citar solo dos.
Sin embargo, pareciera que por arriba la indiscutible calidad de la cocina española tuviera un limitador de potencia, un dispositivo que frena a muchas casas que lo hacen muy bien y que las mantiene en ese espacio intermedio. Salvo los inspectores de la Michelin, nadie entiende que el restaurante Enigma de Albert Adrià no sea merecedor, al menos, de una segunda estrella. No hay parámetro que pueda objetarse para penalizarle. Ni una sola de las personas cuyo criterio respeto plantean duda alguna.
Pero no es un caso aislado, un error, un olvido del sistema, cosa que puede pasar. Pareciera que toda una generación, la de los que llegaron después del boom, la de los de cuarenta y pico, estuviera penalizada, como si después de los primeros revolucionarios se dictara la nada a la espera de los más jóvenes que llegan. ¿Ninguno de los Estimar de Rafa Zafra se merece una estrella? ¿Ni tampoco Xavier Pellicer? ¿El Caelis de Romain Fornell no se merece dos, tan poco ha evolucionado desde 2005? ¿El Alquimia de Jordi Vilà no se merece la segunda? Y les digo esto sin salir de Barcelona, sede de la gala celebrada esta semana. Si me pusiera a repasar el país entero me saldrían dos docenas de casos similares. ¿Etxebarri se merece el mismo trato que Txispa? Perdón, no sigo.
No encuentro demasiadas explicaciones. Como soy un tipo bien pensado, la razón debe ser que les falta gente, como pasa en casi todos los ámbitos, y el número de inspectores es insuficiente. No van a muchas casas porque no pueden y por eso salen sobrestimados los nuevos, a los que sí acuden porque son aperturas y tienen que meterlos en la guía. De no ser así… no encontraría lógica culinaria alguna.
Michelin debería revisar algunos aspectos para mantener el prestigio y el respeto de la centenaria distinción. Entiendo que quiera extender la mancha roja, pero no debería descuidar algunos territorios como el español, que hace mucho ya demostró que es uno de los espacios con mejor gastronomía calidad-precio del mundo. Yo prefiero las estrellas, el reconocimiento a los profesionales como maestros, algo que ni se gana ni se pierde rápidamente, a todos los rankings conocidos de flash y relumbrón, pero si sus dueños no lo cuidan y asumen la trascendencia para miles de personas de lo que tienen entre sus manos, les auguro mal futuro. No corren los mejores tiempos en casi nada para la vieja Europa.
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