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El restaurante Garena de Lamindao, en el vizcaíno valle de Arratia, liderado en la cocina por el joven Julen Baz, cumplirá en febrero sus primeros cinco años de existencia, aunque parezca a veces que fue ayer mismo cuando abrió sus puertas con el ambicioso propósito ... de recuperar la cocina perdida de los caseríos.
El cocinero del restaurante de Dima y su socio, el aizkolari y poeta Aitzol Atutxa, presentaron entonces un proyecto que aspiraba a ser mucho más que un negocio con el que ganarse la vida. Abrieron tras un año largo de trabajo etnográfico, de visitar productores y personas mayores que vivieron en aquellos entornos casi autárquicos de los caseríos, y un mes después, tuvieron que cerrar por la llegada del covid. A una velocidad récord tras la reapertura, su propuesta, que recuperaba productos y buscaba inspiración en recetas olvidadas, convenció a tirios y a troyanos.
En diciembre de 2021 la guía Michelin les concedió su primera estrella. Pocas semanas antes Baz había sido seleccionado finalista del premio Cocinero Revelación de Madrid Fusión, el más prestigioso del país para jóvenes figuras de la cocina. Apenas hay casos de semejante progresión en este tipo de reconocimientos para un chef que lideraba por vez primera un restaurante gastronómico.
La pregunta pertinente en esta primera revuelta del camino en el año quinto es qué está pasando hoy dentro de Garena, de las lindes del monumental caserío levantado en siglo XVII bajo el nombre de Axpe Goikoa, curiosamente amparado bajo el mismo topónimo –aunque aquel sea el nombre del pueblo en el valle de Atxondo– que el templo-caserío por antonomasia de la gastronomía vasca: el Etxebarri de Bittor Arginzoniz.
Tras una reciente visita navideña yo haría algunos apuntes. El primero es que si el joven Baz quema etapas tan rápido es porque está muy centrado. No albergo ninguna duda de que tiene aún mucho recorrido como cocinero, mantiene la ambición intacta y mucha hambre de cocina, tanto o más que la que pasaban aquellos baserritarras de hace un siglo. Es un tipo que escucha mucho –una de las singularidades de Garena es precisamente el papel tan relevante que tiene la escucha en el proyecto–, una actitud inusual en muchos compañeros de su generación que dedican más esfuerzo a contar y publicar que a seguir creciendo.
Mi segunda conclusión, más interesante aún, es que en Garena el plato está superando al relato. Dicho de otro modo, empiezan a resultar más interesantes las elaboraciones en sí mismas que las historias que hay detrás de cada receta. Han despegado y soltado piezas del cohete. El relato alrededor de la recuperación del caserío les sirvió de lanzamiento, pero a medida que van ascendiendo hacia la estratosfera tiene menos relevancia. No es que ahora tengan que cambiar de inspiración, o que no les sirva, pero la realidad es que no dependen ya del armazón identitario. El relato no les ha enredado, como a otros, no se ha convertido en una trampa que les lleve a morderse la cola como un perro aburrido.
Si hay ganas y manos para jugar en las ligas mayores, como es el caso, la cocina crece por sí misma, se eleva como un pan en el horno, y todo se vuelve más sutil y atractivo. Mirar a la ruralidad con sensibilidad y poética, como su maestro Eneko Atxa, buscar la sencillez –un ejemplo es la nueva vajilla blanca de la ceramista Ainara Garay–, y defender más «una cocina de sensibilidad que cocina de sostenibilidad», según sus propias palabras.
En Garena se ofrecen ahora platos para todos los públicos. Los hay de iniciación, fáciles y sabrosos, como la triada dedicada a la salsa verde, en la que destacan un tartar de merluza madurada en sal y una almeja elevada a los altares, una versión de la porrusalda con toques de romero y un caldo tan fino como sabroso o una anguila braseada con su pilpil, casi ensopado, absolutamente deliciosa. También hay platos para gastrónomos exigentes, con sabores puros, menos domesticados, como el dúo dedicado a la vaca: un milhojas de paté con toque láctico y un aparentemente inocente caldo de falda, concentrado y potentísimo, apto para buscadores de emociones fuertes, y también el plato de oveja madurada, asada en la parrilla, pero cruda en el interior, con cebollas confitadas y jugo en reducción, coronada por unas láminas de trufa, impecable en lo conceptual y en lo sápido, pero de reválida culinaria para algunos paladares.
En ese camino iniciado hacia la troposfera –sin duda buscan esa segunda estrella– quizás todavía falte liberarse un poco de todo ese cuento que ahora llaman 'la experiencia', como si comer como Dios manda en una casa así no fuera suficiente, y de encontrar el tono exacto de contar los platos con cercanía, pero con credibilidad, aspecto que sí está perfectamente logrado en el apartado líquido con el gallego Miguel López Méndez, autor de una carta tan moderna como rutilante, donde los nuevos aficionados encontrarán clásicos en boga y una representación de los nuevos 'winemakers' del país, atlantismo y ligereza, a precios más que razonables.
En su quinto aniversario Garena es la demostración de que el 'fine dinning' de caserío no tiene por qué ser aburrido y que les queda combustible culinario para seguir en su fase de ascenso.
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