Albert Adrià tiene 54 años y al tiempo sigue siendo aquel chaval inquieto que llegó a elBulli casi en pantalones cortos y cambió los anclajes de la cocina contemporánea junto a otros cuatro inclasificables. Su talento y su inconformismo siguen intactos. En su cocina no ... se aprecia acomodamiento ni desgaste por la edad ni las tarascadas de la vida. A Albert se le ha escatimado el mérito demasiadas veces por ser 'el hermano', aunque al menos en los últimos años una parte del sistema tienda a reparar el daño. Si se hubiese apellidado de primero Acosta o Rodríguez estaríamos seguramente ante una figura ensalzada por el público generalista y las guías, que le van negando el pan y la sal que regalan a otros.
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El peso de la comparación no solo la ha sufrido su persona, sino también su restaurante Enigma al que tantas veces se le ha querido mirar injustamente como la continuación de elBulli sin serlo ni pretenderlo. Desde su nacimiento en 2017 ha estado escrutada como pocas casas y le ha tocado flotar y nadar en mares turbulentos, con cambios de rumbo, aciertos y errores propios, crisis empresariales y alguna mirada torva desde los palcos. Albert, al menos, no ha padecido nunca el mal de la vanidad que tanto daño ha hecho a algunos de sus compañeros de generación.
La verdad, según yo lo veo, es que la cocina de Enigma es en estos momentos una de las más interesantes del panorama internacional por personalidad, lucidez y gusto. Una de las pocas que no necesita echar mano del relato sofisticado ni de los compromisos éticos para justificarse. Se basa en la necesidad de ejercitar la pulsión creativa con la que respira Adrià quien solo comparte con otros colegas un único concepto: la obsesión por profundizar al máximo en los productos de mercado y las temporadas. Que nadie piense en un espacio rebosante de 'guaus' tecno-emocionantes, ni tampoco en enrevesadas composiciones.
Casi todos los platos son ejercicios brillantes de ideas nitidísimas que se entienden solo con el título y se apalancan en un conocimiento profundo de los productos y un dominio bárbaro de las técnicas de cocina. Que nadie piense en preelaboraciones sofisticadas que esperan muertas en la bolsa de vacío o en la cámara, ni tampoco en 'hits' exitosísimos requeteprobados desde hace una década que se mantienen inamovibles amparados en la leyenda o el aplauso del público y que hablan muy a menudo de falta de capacidad de renovación. Al contrario, Enigma es un espectáculo en directo, con elaboraciones al momento, con platos que entran y otros que salen a la velocidad del rayo, apoyado en un equipo muy numeroso que evita casi cualquier tipo de fallo –algunos de sincronía cometen, pese a todo– pero que tiene tal nivel de autoría que se diría son obra de una sola persona. Enigma corre riesgos cada noche innecesarios porque busca la emoción de los trapecistas que vuelan sin red y los domadores de fieras que no llevan látigo ni pistola.
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Me gusta la libertad con la que se homenajea a Japón (con su ceremonia del té de perejil y kombu, el yuzu con cristal de sake con piel del propio yuzu confitada o la gelatina de mandarina) a Italia (con el suflé de mozzarela a partir únicamente del agua de su elaboración) o a la cocina mallorquina con una sobrasada elaborada en directo y en la mesa, al igual que el foie gras curado en sal de anchoa, tan sencillo como mágico.
Albert domina los estudios en profundidad sobre un único ingrediente, caso de la espardeña, con las distintas partes de la holoturia cocinadas a modo de ingredientes diferentes y acompañadas por una salsa de las de mojar mucho pan. Mezcla con éxito la perdiz y el erizo de mar en escabeche y también el cerdo con la piel de anguila en uno de mis platos preferidos, con una salsa verdísima a base de cilantro, lima y perejil. Podría añadir muchos otros pases del menú largo por su sutileza, como el arroz con tartar de calamar o el consomé de jamón ibérico y anguila, pero debe quedar un espacio para los postres, auténticos disparos al corazón sin salirse de la sencillez aparente, caso de la corteza de queso de cabra y trufa, el merengue de miel caramelizado con helado de kéfir y pera o el aceite de oliva 'umami' con naranja.
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Se preguntarán si todo me parece bien en esta casa y para ser sincero del todo debería precisar que sí en la mesa y en el plato, hasta el punto de ser uno de mis favoritos, pero debería añadir que no me gusta el espacio físico del restaurante. Sé que es obra del estudio de arquitectura más laureado del país y que probablemente no tenga yo conocimiento de la disciplina suficiente para apreciar sus grandes aportaciones en interiorismo. Pero a mí me hace sentir un poco encerrado y agobiado, como dentro de un iceberg. Tampoco creo que el contexto visual ayude a la actual cocina de Albert Adrià a expresarse, mucho más fresca, desenfadada y colorista. Ahora sí, volveré allí una y mil veces porque el encierro en hielo merece mucho la pena, aunque alguna guía se empeñe en no reconocerlo.
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