Si está demostrado que la forma de la mesa, la intensidad de la luz y el color de las paredes de un restaurante condicionan el placer culinario no puedo siquiera imaginar hasta qué punto influirá en nuestro paladar el comer en mitad de una huerta ... riojana, feraz, lujuriosa de verdura y agua. Los platos, las brochetas con humeante romero, el corte helado de cebolla, la sopa de tomates cherrys recién recogidos se apoyan sobre la boca de un pozo del que mana el vermú artesano preparado por el sumiller Carlos Echaprestro mientras Ignacio, el hermano cocinero, desgrana detalles de lo que viaja a tu boca tras haber sido recolectado de entre los mismos renques que pisas. «Esto es el auténtico lujo», apunta el chef.
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Dirección Carretera Medrano, 6. Daroca de Rioja .
Teléfono 941444832.
Web www.ventamoncalvillo.com
Estamos en Venta Moncalvillo, un prodigio gastronómico que aflora en Daroca de Rioja, pueblito de 24 vecinos encaramado a 720 metros de altitud, y que enarbola una estrella Michelin desde 2010. Es una rareza sustentada en el empeño por mantenerse amarrados a la tierra natal, como un par de obstinadas raíces, de los hermanos Echapresto. Ignacio iba para herrero y a Carlos (Premio Nacional de Gastronomía 2016 como sumiller) le esperaba un futuro como técnico de telecomunicaciones. En la España vacía del despoblamiento a ellos les había tocado jugar las cartas de su baraja fuera de casa. «Pero nos negamos. Quisimos seguir aquí, en este pueblo donde los Echapresto llevamos viviendo desde 1610», resume el sumiller. «Nos ha costado lo que no está en los escritos, pero hoy –dice el chef– hacemos lo que queremos donde queremos. Menudas peleas cuando cambiamos el chicharro por besugo. Este trabajo no es para un día ni para la gloria. Y hemos logrado crear 14 puestos de trabajo, fijar población», se ufana.
Comenzaron dando almuerzos y bocadillos a senderistas, seteros y ciclistas. Hablando de ciclistas, Carlos Coloma, bronce olímpico en Río 2016 en bici de montaña, desgasta zapatas tras escuchar el potente silbido de Ignacio, gira en redondo como un personaje de cómic y se pone a charlar con el sumiller en mitad de la inhabitada calzada a Medrano. «Anda entrenando», dice. Aquí los conocen a todos. Había domingos en que Rosi, la madre, freía del tirón cinco docenas de huevos con guisantes, pimientos o chorizo para los esforzados de la ruta (con buen paladar)que se aventuraban por estas carreteras de montaña donde todavía se conservan los neveros que surtían de hielo a las casas bien logroñesas.
«Creo que no nos hemos dejado vencer por las tendencias ni por las modas... Más que nada somos anfitriones», apunta Carlos Echapresto. «Hacemos una cocina de diario vestida de fiesta. Paso casi más tiempo buscando producto que cocinando», acota Ignacio.
Nuestra mirada no puede evitar escaparse desde el sobrio comedor hasta la fecunda huerta, enmarcado el ventanal por un enorme hibisco de hojas encarnadas y campanudas. Son 2.800 metros cuadrados de verde. Nos llaman la atención las pencas moradas y naranjas, las berzas de asas de cántaro, las coles y lombardas homéricas, los renques de pimientos, puerros y cebollas, de caparrón pocho, de vainas, de frambuesas... Anastasio (un vitoriano de 90 años que renunció a visitar Daroca porque le dolía el alma ver su huerta lleca), la señora Jacinta y otros memoriosos ancianos que conservan simientes ancestrales y usos centenarios ayudan a los Echapresto a batirse entre los bancales con su sabiduría. Carlos me lleva bajo los frutales donde sueña con habilitar un espacio para que los clientes reposen la comida bajo los avellanos («su sombra es sana para echar la siesta, al contrario que las hayas») y me habla del potencial 'sanador' para los vinos averiados de la energía telúrica del manantial sobre el que está construida la venta. «Lo tengo probado».
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Sentados en el porche probamos botes de miel añeja, convertida en pomada por el tiempo. Hay miel de roble, oscura, y otra, sabrosa, de cayuna (brezo). Pero el tesoro es un frasco de miel de almendro, polen libado por las abejas en el escaso y hermoso tiempo de floración de los frutales. Los tarros tienen la fecha de recogida escrita en sus paredes de vidrio. «La excelencia necesita pausa y tiempo», cabecea Ignacio.
Visitamos Venta Moncalvillo en el verano del 17 y recordamos, junto a los (hoy desaparecidos) trampantojos de 'ch-erizo' y quesito, un plato de raíz con cangrejos de río, champiñones y berros y otro de manjarosas cocochas (grafía riojana obliga) al sarmiento. En esta ocasión, la cocina de Ignacio Echapresto (hay menús de 60 €; probamos el Raíces, a 80) ha escalado un peldaño: tras los entrantes a pie de huerta asoman unos cubos de tomate fresco en ensalada con almendras tiernas (que parecen lascas de ajo), una tibia y colorida ensalada de cebolla asada, endivias y queso de Cameros, el fino calamar con borraja y patata (un plato blanco, suave, leve, en esa línea de sutileza que abandera Alija) y el huevo con pimientos de cristal asado y rebozuelos (lo mejor de La Rioja en un cuenco) que escoltan a un plato de aprovechamiento (cuello de cordero) con setas simellys y jugo de carne... Platos orgánicos del paisano Antonio Naharro (su creación de un alza de colmena para el postre queso, miel y nueces es antológico) y vinos enganchados a la sapiencia de Carlos, que custodia 1.500 referencias y rarezas que obtiene en subastas, remates o herencias, conforman una comida pausada, coherente, sin sorpresas. Se nota que admiran el Zuberoa («otra familia que está donde nació») y Las Rejas, de Manolo de la Osa, ejemplo señero de fidelidad al terreno.
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«Tenemos clientes que vienen a comer... y sobre todo a beber», ríe Echapresto, feliz porque acaba de conseguir «una bomba». «¡Tengo todo lo de Benjamín Romeo, una vertical completa desde el 2004: Contador, La Viña de Andrés, Carmen, Qué bonito...! Llevaba dos años detrás de ello».
En la bodega brillan más tesoros de su mano: un Zaconia (abocado) del 64, un Paternina del 28 en su botella original (y Carlos narra la historia de los tinos de Paternina que se rellenaban con vinos de otras cosechas gloriosas, como la del 34, con el mismo sistema de criaderas de Jerez), un Gran Rosado con etiqueta de Armentia & Madrazo que fue exportado a Colombia y ha hecho el viaje de vuelta, un Monopole Clásico Blanco Seco del 2014 que esconde el secreto de llevar una parte de manzanilla pasada (acidez y salinidad para una Viura continental)... La vida es así con Carlos: es como un coleccionista con alma de niño que muestra los juguetes conseguidos en sus pesquisas insomnes. «En la carta hay vinos de tres estilos: para conocer, para disfrutar y para darse un capricho. No se trata de tener la lista más grande sino de sorprender, por ejemplo, a una pareja de japoneses con vinos de pequeños productores, parcelarios y monovarietales. O con vinos viejos de grandes casas: un Muga del 70, un 1925 de Riscal o el Parreño 2001 de Matador que hizo López de Heredia». El ciclo se cerrará en breve con un vino blanco (¡crió flor!) salido de una viña propia plantada en 1974, el año de su nacimiento y que ahora vigila Mario, su hijo, que estudia Viticultura, juega a rugby y este verano se ha estrenado en los fogones con el tío Ignacio. Todo queda en casa.
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