Martín Berasategui ha casado a más parejas que muchos curas. Estos días, sumergido en la vorágine de la celebración del 25º aniversario de la apertura de su restaurante en Lasarte, conviene echar la vista atrás y asomarse a los principios, a los días de espinas ... y rosas. A las madrugadas de aquellos primeros meses cuando Oneka, su esposa, pagaba en mano a las derrengadas camareras a las 4 de la madrugada. Una hora después, su padre, Jose Arregui, almorzaba y se lanzaba a limpiar de arriba abajo las dependencias del local. Su tarea era restañar a toda prisa las cicatrices de las bodas («había fines de semana que dábamos dos los viernes y cuatro los sábados», recuerda MB) que habían llenado de jolgorio las tres plantas del restaurante. Jose, con su hermano Pablo, lo dejaban todo como la patena, listo y reluciente para los clientes que comerían horas después el menú gastronómico. La alegría, como los naufragios, suele dejar numerosos restos a su paso.
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«Tuvimos el atrevimiento de hacer un doble proyecto profesional. Por un lado, asegurar la parte económica, dando banquetes. Aposté con Juanjo Mendioroz a que dábamos 60 bodas el primer año, una cifra muy arriesgada... y dimos ¡¡¡89!!!», recuerda. «También teníamos carta y tres menús degustación en los que el cliente ponía el precio. Fue una idea genial que repetimos luego en el Oria. Era la manera de romper el miedo a entrar a comer. Y he de decir, que en ese tiempo, nunca nadie abusó», recuerda Berasategui, un chef surgido a pulso de entre los 21 escalones que bajaban al sótano del Bodegón Alejandro, «el pequeño de lo Viejo», como lo conocían los colegas en la surgencia de la Nueva Cocina Vasca, con Hilario Arbelaitz a la cabeza.
Este caserío pegado a San Sebastián, convertido hoy en epicentro universal de la cocina que lanza stagiers y aprendices por todo el planeta, ha sido la gran apuesta vital de este hombre menudo y macizo, con apariencia de talonador de rugby. Habían mirado la casa del Conde de Romanones, por Altza. Pero los números les obligaron a volver los ojos hacia Loidi, el caserío familiar de Lasarte, donde vivían sus suegros. «Fueron muchas noches sin dormir pensando en el crédito de la Kutxa, dándole vueltas y vueltas, hablando y haciendo cuentas con Oneka sobre dónde nos habíamos metido», confía Berasategui (San Sebastián, abril de 1960), convertido hoy en referente culinario y alumbrado por la evidencia de ser el cocinero de habla hispana con más entorchados (8) de la constelación Michelin, todo un general de ocho estrellas.
Pero no siempre fue así. La primera pintura que vestía al restaurante que ostenta las tres estrellas desde 2001 fue la que se usaba en las viviendas de protección oficial. La más barata. En 1993 no había ni carretera asfaltada para llegar hasta allí. Solo un camino (bidietxurra, en euskera), una senda para animales y tractores por la que transitaban novios e invitados, llevaba donde Martín. Odón Elorza, alcalde socialista de San Sebastián (entre 1991 y 2011) aún recuerda cómo llegó al salón el vestido blanco que aquel día lució su esposa, Elena Lamsfus. Fueron una de las primeras parejas en celebrar el banquete nupcial en los salones de Berasategui.
Todo era nuevo y masivo. 600, 700, 800 cubiertos diarios frente al medio centenar del Bodegón Alejandro. Martín venía de allí, de los famosos 21 escalones. El aro salvavidas para su gastronomía era la BBC (Bodas-Banquetes-Comuniones). Y una tozudez (otros lo llamarían cabezonería) indesmayable.
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Entre las mesas y cuartos del Bodegón, donde se reunían pelotaris, taxistas, apostadores, bertsolaris o boxeadores (la primera sede de la Peña Urtain, donde se exhibían sus dorados cinturones de campeón y sus txapelas de titán, estaba allí) aprendió Martín a moverse, pillo, por los meandros de la vida. Aprobaba la escuela a trompicones y el alma se le volvía cenicienta cuando el aita enfermaba, cada poco. Su vocación logró salir indemne de un año interno en los Corazonistas de Segovia, controlado por Ángel Gabilondo, duro exministro de Educación y amigo de la familia. «Mi padre fue chico en la carnicería de los Gabilondo. Siempre me decía que a ver si se me pegaba algo de ellos», recuerda.
Incapaz de doblegar aquel espíritu que huía de los libros y que soñaba despierto con los fogones, Martín padre apuesta todo al 'colorao' y lo interna en Nuestra Señora del Buen Consejo de Lecároz, un colegio para perlas de todo el país regentado por los capuchinos. Ni aquellos hermanos cosechados entre lo más florido y rudo de la Ribera pudieron con él. El chaval, que se había prometido suspenderlas todas, usó todas sus triquiñuelas para escapar. Hasta engatusó a Manolo, el portero de la casa, con botellas de vino para que hurtara a sus padres las cartas de reconvención haciéndolas pasar por misivas de una falsa enamorada. Falsificó firmas, notas y mensajes, mientras seguía saltando, como un salvaje feliz, por los muelles donostiarras, teñidos de azul cuando se descargaba la anchoa, remando en los bateles, colándose en los puestos del mercado de La Bretxa y rompiéndose las manos en partidos eternos en el frontón de la Plaza Trinidad. Tanta obstinación tuvo recompensa. «La actitud que yo tenía de chaval hacia este oficio no era normal», recuerda. «Desde entonces, todo fue ayudarme», agradece ahora.
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Seguía embotellando el vino de Alcanadre en los bajos del Bodegón, echaba serrín al suelo para enjugar la humedad, trepaba los 21 escalones cargado con baldes de basura y se colaba en el cuarto del figón donde el 'aitá' se reunía con sus amigos a preparar homéricos desafíos entre hombres superlativos.
En la foto de portada de este reportaje se ve a Martín en lo que podríamos calificar de momento inaugural de su mayoría de edad. Estamos en el sótano del Bodegón. Un crío de apenas 18 años ejerce de notario de la llamada apuesta del siglo. Esos dos tiarrones guapos y bien peinados, que amenazan con reventar las costuras de sus jerseys, son nada menos que Harria II (a la izquierda) y Mindeguia, dos aizkolaris de raza capaces de arrasar un bosque con sus hachas. Martín tiene un Bic en la zurda y es el único que mira a la cámara, consciente de la trascendencia de la escena. El cocinero apostaba fuerte desde chaval.
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La mili le lleva al CIR de Araka. El azar toma forma de camarera, Florita, y el olvido de aquel «superdespistado» recluta obliga a Oneka Arregui, hija de carniceros de Usurbil, a llevarle un petate con ropa de paseo. Siente los escalofríos del enamorado novicio.
Luego, todo ocurre muy rápido. Su padre muere el 1 de agosto de 1984, con 57 años. Debe hacerse cargo de todo. «Pasas de travieso a responsable en un instante», cabecea. «Ese día es una fecha clave en mi vida. Tras enterrarle, ama cerró la puerta de cristal del Bodegón y nos dijo a los cinco hijos: 'por aquí ya no va a entrar más vuestro padre'. En ese momento se acabaron las chorradas». Silencio.
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Cualquier otro festejaría las bodas de plata. Para Martín son nupcias de hierro: metal del culo de cazuelas y sartenes, de los fogones del Bodegón donde chisporroteaba la carne, de una cabeza guiada por un destino acuciante. «Nadie me dijo que iba a ser fácil. Me tocó madurar muy rápido, cuando solo era miga. La universidad de la vida me dio luego la corteza. La fuerza del motor de estos 43 años de profesión -reflexiona- es mi familia, mis maestros, mi cuadrilla de siempre, la misma de hace medio siglo: Manolo, mi hermano; Joserra Mendizabal, presidente de Gaztelubide, Joaquín Tellería, Josean Jauregui, Iru... Yo tengo la misma estatura que mis clientes sentados», bromea.
Este hombre que se define como «hijo del esfuerzo y del trabajo», reserva siempre un momento para dar gracias al destino. «Nunca se me olvida esa parte de suerte que tiene la vida; algo de lo que me doy cuenta cuando voy a dar de cenar a los sin techo en Nochebuena. Hace muchos años que solo pido salud...», sostiene mientras descorcha una botella de champán Louis Roederer para brindar por la vida, «por los equipos y cocineros que me dan lo mejor de sí mismos», dice. Martín cambia de continente cada semana. Pero si se le pregunta por sus triunfos en esta vida asoma el sagutxu (ratón) de lo Viejo. «Cuando me dieron el Tambor de Oro y el día que me impusieron la medalla de oro y brillantes de la Real. Mi sangre- proclama- es blanca y azul».
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