No sé qué pasa este año con los kiwis. Por alguna extraña razón que ningún frutero ha sido capaz de explicarme, los kiwis autóctonos (pequeñitos, ácidos y sabrosones) que normalmente se ponen a la venta en octubre o noviembre todavía no han hecho su anual entrada estelar. Miro y remiro las etiquetas y los veo de Nueva Zelanda, Chile o Italia, pero de momento no hay ninguno de aquí o al menos cosechado en la cornisa cantábrica, donde se supone que se dan maravillosamente bien desde Galicia hasta Navarra.
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Quizás nos hemos acostumbrado mal, a dar por hecho que un fruto de origen chino y popularizado en Nueva Zelanda crecía siempre a mano en cualquier huerto cercano. Igual ustedes tampoco se acuerdan de cuando el kiwi aún resultaba exótico y su llamativo color verde, rabiosamente moderno, tanto como para que allá por los 80 la 'Nouvelle Cuisine' y la Nueva Cocina Vasca lo metieran con calzador en innumerables platos como el sorbete de kiwi, el cóctel de langostinos con kiwi, el tocino de cielo sobre salsa de kiwi, la ensalada de kiwi, melón y jamón o el cordero al kiwi. El sosísimo pastel de hojaldre con crema pastelera y rodajitas de kiwi inundó —¡ay!— las pastelerías vascas y en tiempo récord todo el mundo pasó de no saber cómo se pronunciaba a dominar su degustación con cucharilla.
Ahora hablamos mucho de globalización, pero hace 50 años la planta de la Actinidia deliciosa (entonces catalogada como chinensis) se hizo reina de nuestros baserris en un abrir y cerrar de ojos. Primero fue fruta extraña, luego cultivo prometedor y finalmente producto autóctono, todo ello en menos de una década.
En diciembre de 1979 hizo furor en el mercado de Santo Tomás de Bilbao al ser promocionado como «fruto de gran interés navideño», cuando pocos años antes no lo conocía ni el Tato. Si acudimos a la hemeroteca nos encontramos con que la primera mención hecha en este periódico al kiwi ni siquiera empleó ese nombre, adoptado por los agricultores neozelandeses en 1959, sino que se refirió a él simplemente como «actinidia»: la Diputación de Álava había adquirido unas cuantas plantas para experimentar su cultivo en una nueva instalación agrícola.
Tampoco se habló de kiwis en 1974, cuando EL CORREO dedicó un artículo al segundo Ferial Agrario de Vizcaya y entre las novedades en él mostradas mencionó el yang-tao o Actinidia chinensis, «planta china que da unos frutos del tamaño de un huevo, cubiertos de pelo, y muy ricos en vitamina C». Lo poco que se sabía de este arbusto trepador era que acababa de llegar a España a través de Galicia, que tardaba poco tiempo en fructificar, se cosechaba en otoño y en Europa se vendía a precio de oro. «Éste es el primer año que se ha plantado en Vizcaya», decía la noticia.
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El 3 de septiembre de 1975 saltaba la sorpresa: «El yang-tao ha dado fruto en Gordejuela». Gracias a la financiación de la Caja de Ahorros vizcaína y por mediación del servicio de Extensión Agraria, el gordexolarra Julio Liñero había conseguido en enero del 74 unas pocas plantas —machos y hembras, si no no hay horticultor que valga— con las que hacer pruebas en su caserío. En ese poco tiempo y para sorpresa de los expertos había conseguido tres frutos peluditos que merecieron una fotografía en estas páginas. La planta se daba a las mil maravillas en nuestro clima húmedo y nublado y prometía ser muy rentable en el futuro, tan sólo había que educar al público y vencer sus reticencias a su aspecto velloso.
El yang-tao suscitó un enorme interés entre los baserritarras al saberse que sus bayas se comercializaban a 250 pesetas el kilo, un potosí, y que la empresa que las cultivaba en Pontevedra se estaba haciendo de oro vendiéndolas en Alemania. Enseguida se pusieron en marcha grandes plantaciones tanto en tierras alavesas (Bergüenda, Bercedo y Okondo) como en las vizcaínas, destacando especialmente el Duranguesado y las Encartaciones. Se empezó a popularizar el nombre de 'kiwi fruit' o simplemente 'kiwi' y a resaltar su riqueza en vitamina C, su llamativo color esmeralda o su gusto perfumado, que se comparaba con el de la grosella.
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La fiebre del kiwi arreció durante los primeros años 80, cuando los precios de venta al público se dispararon y todo el mundo creyó que la burbuja nunca explotaría. Se montaron viajes de kiwicultores vascos a Francia e incluso Nueva Zelanda, se arrancaron miles de árboles para dejar sitio al nuevo cultivo y la sección de gastronomía de este y otros periódicos se llenó de menciones al «fruto del futuro» o al «osasun fruitua» (fruta de la salud). Así lo llamaban en 1985 en la zona de Gernika, donde se había fundado una Asociación de Productores de Kiwi y se criaban con éxito distintas variedades como Hayward, Monty, Bruno y Abbot.
Al final la promesa millonaria del kiwi no fue para tanto y yo aquí sigo, buscando inútilmente kiwis de proximidad, pero el día de Santo Tomás de 1982 quedará para el recuerdo como el primero en que el mercado agrícola tuvo un puesto (el de Félix Aresti, de Garai) exclusivamente dedicado a una fruta ajena que ya se veía como propia.
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