«¡Ojalá!»
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Ojalá, repetía Víctor Arguinzóniz en la parrilla mientras se aprestaba para atender el servicio del domingo 9 de junio. Acababa de regresar de Las Vegas y había subido, entre vítores, al escenario del Hotel Winn para colocarse en el cuello la bufanda roja ... que encumbraba a su Asador Etxebarri como el segundo mejor restaurante del mundo para la lista The World's 50 Best Restaurants.
Había acudido a saludarle y a felicitarle. Y, como siempre, Arguinzóniz (Axpe, 1960) acogió los parabienes con absoluta modestia. Le comenté que 2025 podría ser su gran año. Cumplirá los 65, la edad donde se suele acceder a la jubilación, y podría también coronar la lista de cumplirse «esa regla no escrita» que coloca en el primer puesto al segundo del año anterior (axioma que se ha cumplido: Disfrutar, actual número uno es el último ejemplo ya que en 2023 fue segundo). «Ojalá».
Lo sabremos el próximo 19 de junio, durante la gala que se celebrará en Turín, la primera vez que el evento, que en 2018 aterrizó en Bilbao-Bizkaia, llega a Italia.
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Hoy Víctor Arguinzóniz es el número 2. El sueño de una retirada en la cima sería un bonito colofón a toda una carrera que comenzó el 27 de abril de 1990 cuando el parrillero abrió la puerta del caserío del siglo XVIII (que fue bar y ultramarinos y estuvo cerrado desde 1980) rehabilitado con sus propias manos en la plaza de San Juan de Axpe.
Hoy cumple 12.693 días abierto desde entonces, más de 20.000 servicios atendidos y siempre con Víctor al pie de la parrilla, cortando las chuletas, salteando guisantes, pulpitos o angulas, amasando el pan o formando junto a Estela Izquierdo fluidas bolas de mozzarella con leche de sus búfalas, embutiendo los chorizos de Joselito con los pimientos choriceros de su huerta secados bajo el cobertizo del caserío Uru.
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Le tomé un par de fotos. Y conversamos un ratito.
Fuera se formaba esa romería dominical ante el bar (este agosto Víctor se quedó sin vacaciones y empleó esos días en habilitar el espacio de la planta baja) y se oían ya los ohhh maravillados de clientes japoneses y norteamericanos (son mayoría) al subir hacia el comedor. Hay días en que todos los comensales de Etxebarri son extranjeros aunque lo habitual sea un 80-20. «Mi oficio es puramente artesanal; dar el punto preciso al producto es algo que no se enseña, hay que verlo. Es como un sexto sentido que se adquiere con la práctica. Aquí, entre las parrillas, busco no aburrirme porque si te aburres o te distraes pierdes la esencia, la motivación», resalta Arguinzóniz. «Hay que entrar a las brasas tenso, con ganas».
Al fin y al cabo es lo mismo que le ordenaba de niño la abuela Eugenia en el caserío Olazábal. Que no apartara la vista del guiso en el fuego bajo («lo primero que se hacía al levantarnos era encender la hoguera para preparar la comida; a mí me relaja mirar el fuego: es vida») mientras su madre Narcisa Olazábal despedía a sus hermanos bajo el arco de la puerta, camino de la escuela.
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En retazos de memoria asoman los viajes en burro hasta Durango, en el carro del padre, para vender la verdura del caserío, diez kilómetros entre bosques y praderas para descubrir el fulgor de la civilización y el ruido de las conversaciones y de las máquinas. Habla de su sueño de ser zaguero, de sus partidos a pelota mano en frontones improvisados o más formales, como el que se levanta frente a Etxebarri, al lado de la iglesia, donde jugó la saga completa de los García Ariño, nacidos en un caserío a 400 metros del asador más famoso del mundo. «No todo era ser bueno; había muchos intereses».
Luego vinieron los estudios de Maestría Industrial como electricista, la mili en Canarias, catorce meses en la Compañía de Automovilismo («lo pasé tan bien en Gran Canaria y Tenerife que volvemos todos los años, últimamente a Lanzarote, me encanta el clima»), su trabajo temporal como peón caminero y en una empresa de cartonajes en Apatamonasterio hasta colocarse en Cemosa (Celulosas Moldeadas SA). «Familiares de la madre tenían una casa de comidas en las Siete Calles. Nuestras visitas allí fueron mi único contacto con la hostelería. Siempre me gustó ver aquel ambiente, la buena relación que se establecía… Mi sueño era tener mi restaurante».
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Este 2025 puede ser el gran año de Víctor Arguinzóniz Ormazábal. Ojalá.
PD: Se cumplen 50 años del mítico concierto ofrecido por el pianista Keith Jarrett en la Casa de Ópera de Colonia; una hora y pico de música improvisada y variaciones en el que, se asegura, es el disco de jazz más vendido y escuchado de la historia. Un concierto improbable, a deshoras, sin que se cumpliera ninguna de las exigencias del caprichoso artista. Sin rastro del exigido piano Bösendorfer 290 Imperial, Jarrett tuvo que llegar a la sala, donde tocó al filo de la medianoche, tras un agotador viaje en automóvil por lo que actuó con una suerte de corsé ortopédico en la espalda. Los periodistas que pudimos disfrutar de su arte sonoro en las sesiones del Festival de Jazz de Vitoria aún recordamos algunas de sus extravagantes peticiones, como la alfombra persa que debía desplegarse a sus pies en el escenario o la pila de toallas negras que le aguardaba en el camerino junto a algunas botellas de champán francés (que debía ser Taittinger). Cosas de genio. Escuchen a Jarrett en Köln. Y rastreen en su obra el tributo continuo a Juan Sebastian Bach. Disfruten de la belleza, por favor.
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