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iratxe lópez
Viernes, 20 de septiembre 2019, 17:55
Cuentan que cuando los romanos llegaron a Gijón cayeron rendidos ante la cercanía del mar, de un Cantábrico que lamía la costa igual que el perro fiel lame los dedos de su amo. Aún sorprendidos por la belleza del lugar se toparon con los habitantes de la zona. Observaron con qué maestría trabajaban el metal y decidieron quedarse, por las buenas o por las malas. Debido a eso la localidad asturiana es además de un bello enclave, un reclamo para los amantes del imperio de los Césares.
Nos vestimos las sandalias para ponernos en ambiente. Avanzamos cual legión hasta los alrededores de la urbe, a siete kilómetros en el flanco oeste de la bahía, para abandonar el presente y retornar al pasado, concretamente al yacimiento del Parque Arqueológico-Natural de la Campa Torres. Allí encontraron aquellos recién aparecidos un poblado castreño de época prerromana que sería habitado desde el siglo VI a.C., origen del actual Gijón. Llegaron, vieron y vencieron, como tenían costumbre.
Pasadas las guerras astures y cántabras, el lugar quedó romanizado y cerca fue izada una torre dedicada al emperador Augusto, para que a todo el mundo le quedara claro quién era el jefe. En ese lugar conocerá el turista datos sobre la protohistoria asturiana y los orígenes de esta ciudad. Sabrá del paso de la época prerromana a la romana en su museo y faro, durante el itinerario arqueológico o mientras se disfruta de un observatorio de aves y el mirador sobre El Musel y Gijón.
Tras el recorrido toca volver al centro, a las ruinas romanas que esconde la ciudad. El barrio de Cimavilla es la estrella. El núcleo fundado en el siglo I alberga el Museo de las Termas Romanas de Campo Valdés, que lavaron cuerpos y conciencias hasta el siglo IV. Una pasarela delimita la visita, reproduce el recorrido original. Cada espacio cuenta con una reconstrucción infográfica para saber cómo era antaño. Luces de colores evocan las zonas frías, templadas y calientes, el antiguo sistema de calefacción. Cerca se hallan la factoría de salazones, en la plaza del Marqués, y el pozo romano de Tabacalera.
Sorprende además el devenir de la muralla que, a finales del siglo III y principios del IV, rodeó la ciudad y fue utilizada hasta la Edad Media. Su perímetro alcanzaba los 850 metros, abarcando unas 16 hectáreas, de las que estarían habitadas siete. La puerta principal es la única entrada localizada. Cerrado este perímetro es momento de trasladarse de nuevo hacia el exterior, a los restos de una gran villa romana en Veranes.
La vivienda data del siglo IV y aún se pueden distinguir la zona residencial, la pars urbana, y algunos edificios de la pars rustica, área de servicio. Salones de recepción, triclinios, comedores, baños y pórticos deslumbran al viajero que disfruta imaginando. Algunas salas conservan parte del pavimento original, pero el premio gordo se lo lleva el mosaico polícromo de la estancia de representación, el oecus.
Cumplida la parte de turismo queda honrar al estómago con la cocina local, platos inspirados en aquel mar que robó el corazón a los romanos, como los calamares de potera, capturados con una línea de anzuelos de manera artesanal. Gijonés es sin duda el pulpu con patatines, un guiso de cefalópodo. Algunos hosteleros, fieles a la tradición, lo ofrecen un día a la semana, miércoles por lo general.
Y de roca también son los salmonetes pescados muy cerca. Típicos de nuevo la ventrisca de bonito, nacida en el barrio pesquero de Cimavilla, el rape con bugre, como allí llamaron siempre al bogavante, les llámpares (lapas) y los oricios (erizos de mar).
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