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iratxe lópez
Lunes, 24 de septiembre 2018
Comillas es un capricho, y con este adjetivo no nos referimos únicamente al famoso edificio de Gaudí. Es un antojo por coqueta, por brillante y preciosa. Porque sus calles encierran rincones dignos de museo y hasta su cementerio provoca honda emoción artística. El mar ... adorna aún más su guapura, dotándola de una piel fresca. Piel cubierta de joyas arquitectónicas por vecinos regresados de América y catalanes de bolsa abultada que importaron hasta la villa su modernismo. En el Medievo sus lindes se distinguían como las de una aldea pesquera que picaba también algo de campo y ganado. Después, el poderío de los Marqueses de Santillana presionó a una población poco inclinada a favorecerlos. No sería hasta finales del pasado siglo cuando la figura de Antonio López López cambia las tornas. Tras hacer Las Américas y enriquecerse con navales y tabacaleras en Barcelona, decide invertir aquí parte de su fortuna. Alfonso XII, que aplaude sus contribuciones para la guerra de Cuba, le otorga el marquesado de Comillas.
La villa comienza a resurgir. El rey es invitado a disfrutar la época estival. Dinero llama a dinero y así se construye la grandeza de muchos enclaves, por contagio. Las playas colindantes reciben a sus puntuales vecinos que practican los famosos baños de ola. Comillas titila en el estrellato de los municipios destinados al veraneo. Resplandece descarada.
Para conocer las aportaciones de tanto bienhechor existe una Ruta Modernista, que arranca junto a la Fuente de los Tres Caños, diseñada por Domènech i Montaner en 1899, en la plaza de Joaquín del Piélago. Una columna vertebra su copiosa ornamentación, con delfín incluido. Más famoso es el Capricho de Gaudí (1883-1885). La firma del artista catalán protagoniza, inequívoca, este edificio. Residencia estival de Máximo Díaz de Quijano, concuñado del marqués, su torre se yergue sobre el conjunto horizontal. En la fachada, franjas de ladrillo visto y frisos de cerámica con motivos vegetales de la flor y la hoja de girasol engalanan este inmueble que vale la pena visitar.
La tercera parada nos lleva al palacio de Sobrellano (Joan Martorell, 1888), que recuerda el gótico civil inglés y a la arquitectura veneciana. El gran salón contiene ocho paneles pintados por Eduardo Llorens que muestran las aportaciones de la familia a la historia española. La Capilla Panteón, de Martorell, acoge mobiliario de Gaudí. Levanta una catedral en miniatura que encantaría al segundo Marqués de Comillas, Claudio López Bru, muy religioso.
Unos pasos después el visitante accede a la Puerta de la Universidad Pontificia, obra de Domènech i Montaner (1892). Ladrillo, cerámica con reflejos metálicos y piedra unen sus fuerzas en este acceso al deslumbrante edificio de la universidad diseñada por Martorell (1883-1892) con decoración de Luis Domènech i Montaner. Eclecticismo gótico-mudéjar en esta obra creada con la intención de perpetuar el nombre del marquesado y asegurar su acceso al cielo, pues antes fue seminario para pobres.
Desde ahí queda caminar hasta el modernista cementerio de Domènech i Montaner (1893), donde se integran las ruinas de una antigua ermita gótica. Así enfatiza un cierto aire de ruina, coronado por la magnífica escultura del Ángel Guardián de Josep Llimona, en mármol. La sensación de pesada eternidad es absoluta.
A estas alturas, intuida de sobra la importancia de los marqueses, nadie se sorprende al encontrar el monumento al Marqués de Comillas que mira al mar, al otro lado del océano desde donde llegó como indiano. Encargado, cómo no, a Domènech i Montaner (1890), aunque sobre proyecto de Cascante, quedó instalado en el prado de Ángel Pérez. Alegorías de las Antillas y Filipinas sobreviven aún. No se puede decir lo mismo de los bronces y escudos, fundidos durante la Guerra Civil.
Falta visitar la Puerta de Moro, de Gaudí (1900), a base de desechos de piedra que reutiliza para dotarlos de nueva vida. La Coteruca (1870-1871), antigua casa de veraneo con aire de castillo para la familia Riera, morada del Marqués de Movellan, después. Y el Santo Hospital de Comillas, firmado por Cristóbal Cascante (1885).
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