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El cocinero Aitor Rauleaga Campos (54) sostiene en su local de Abando una merluza de casi diez kilos desembarcada en el puerto de Ondárroa.
El cocinero Aitor Rauleaga Campos (54) sostiene en su local de Abando una merluza de casi diez kilos desembarcada en el puerto de Ondárroa. Yvonne Iturgaiz

El embajador de Zuberoa en Abando

Aitor Rauleaga se empapó de la cocina de territorio con Hilario Arbelaitz y sobrevivió a la adrenalina de 500 servicios diarios en el Goizeko Wellington de Madrid. Ahora guisa calma en Abando

Sábado, 29 de abril 2023, 16:26

El viernes 16 de diciembre, tras recibir en Diputación el reconocimiento como Ilustre de Bizkaia, el imponente corpachón del golfista vizcaíno Jon Rahm se acomodó, junto a sus padres y a su hermano, en el reservado del restaurante Aitor Rauleaga, junto al hotel Abando. Llegaba dispuesto a darse un homenaje. «Aquel, eh, comió de todo: rodaballo, chuleta, camarón... Hubo un cliente que le vio y dijo 'Aitor, sácale de mi parte una de champán a Jon'. 'Ya le sacaré', dije. Brindaron y disfrutaron mucho. Como soy muy aficionado al golf, le pedí hacernos una foto. Y mire cómo le ha ido. Desde que vino a cenar a casa ha despegado, va como un cohete. Ha ganado en Hawai, el American Express, el Genesis Invitational de Los Angeles y el Masters de Augusta, el de la chaqueta verde», dice el cocinero-talismán.

El León de Barrika, un pegador nato con el drive, tiene más saque que Retegui II. No hay más que verle. Disfrutó como un chipirón de su paso por este templo de la cocina vasca tradicional construido sobre la base de «la temporalidad y el buen producto», como remarca Rauleaga.

Jon Rahm con Aitor Rauleaga tras la cena del pasado mes de diciembre.

Hablamos de un chef de la vieja escuela ajeno a volatines y carambolas, un tipo que ha entendido que el elixir de la felicidad se esconde en el fondo de una buena salsa vizcaína y que el bálsamo de Fierabrás, el que todo lo cura es una pomada de pilpil.

En su cocina hierven fondos y caldos que se estofan con la receta del tiempo infinito y con las fórmulas aprendidas por Rauleaga en su estancia en el añorado Zuberoa de los hermanos Arbelaitz. Su jefe de cocina, el joven Kerman Bilbao, pela cebollas y cebollas y Natalia Hernández limpia y coloca en una bandeja de horno la media docena de brillantes y verdes verdeles que serán la comida de la familia.

La plata de una merluza de Ondárroa

Aquí dentro descubro, junto a unos hermosos salmonetes de color púrpura, una merluza de 9 kilos 700, pieza hercúlea y plateada, cada día más difícil de ver (tendrá unos 15 años de edad) y de la que darán buena cuenta en medallones, cogote, albardada y cocinada en salsa verde. «Este es un trabajo muy sacrificado, hay que tener mucha vocación», dice este veterano curtido también en el Goizeko Wellington de Madrid de 2002 a 2006. «Allí siempre estábamos llenos: atendíamos a 250 o 300 personas al día para comer y a otras tantas en la cena. Aquello era cocina de verdad», suspira.

Arriba, Rauleaga con el equipo de cocina y sala compuesto por Natalia Hernández, Kerman Bilbao, Aintzane Santín, Emily Richards y Asun Mercader. Abajo tres de los platos que se sirven en el restaurante.

Aitor Raulega Campos (54) nació en Zarautz. «La verdad es que he tenido una infancia maravillosa. Mucho deporte y siempre en la mar, con la tabla de surf. Mi ama embotaba en las temporadas: tomates, bonito, anchoa en salazón o pimientos que asábamos en el campo. Tenía una huerta con terreno, en Asti, cerca del campo de rugby, y de ahí venían las hortalizas, los huevos, las gallinas. Opté por Formación Profesional y me dediqué a la hostelería con 16 años. Trabajé en el Itsaski, el bar de Miguel Ángel Martínez de Antoñana que, en los 90, consiguió una estrella para el restorán Miguel Ángel. Mayormente en aquellos veranos tenía una paga y libertad», dice. «La cuadrilla quedábamos para cocinar, para asar a la parrilla, en la sociedad Kurpil Elkartea. No se me daba mal. Trabajé también en el taller de textil donde estaba el padre y, luego, en Muebles Xey, manejando la Fenwich . Allí hablé un día con el gerente que me inculcó dos frases: 'en esta vida hay que trabajar en lo que te guste y es muy importante tener estudios'. Tenía horario y un buen sueldo en Xey. Pero me preguntaba '¿y ésta va a ser mi vida?'»

Aitor Rauleaga (Bilbao)

  • Formado en los fogones del caserío Garbuno Aitor Rauleaga Campos (Zarautz, 1968) estudió con 27 años en la escuela de cocina de Karlos Arguiñano tras haber trabajado en hostelería desde adolescente. El año de prácticas sin sueldo que pasó con los Arbelaitz en Zuberoa marcó a fuego su manera de entender la gastronomía: estacionalidad, producto de calidad y tiempo, mucho tiempo.

  • Dirección: Colón de Larreategui, 9 (Bilbao)

  • Teléfono: 944256345.

Había cumplido los 27 cuando se matriculó en la escuela de cocina de Karlos Arguiñano. «Con una edad, sí. Había mejores que yo, eh. Pero me gustó. Ya lo tenía claro. Hice prácticas donde Arguiñano y luego me presenté expresamente en Zuberoa, para hablar con Hilario Arbelaitz porque quería trabajar allí. Aprendí mucho. Pasé por todas las partidas, pero no cobré nada. Fue el último año en que hubo cocina de carbón. Desapareció. Una pena. En aquellas chapas, las salsas se mantenían como no he visto en ningún otro sitio. Hilario me enseñó la cocina de las raíces, la cocina del tiempo, de los fondos, de las salsas, de nuestra identidad. Y la caza», sueña. Rauleaga suspira porque a la cabeza le vienen los guisos de las tórtolas que cazaba Joxe Mari, las salsas para los pichones, la minuciosa preparación de las sordas. «Siempre me ha gustado comer caza, la madre hacía malvices. ¿Comer fuera? Claro. Tengo Getaria a un paso; Kaia, Elkano, los bogavantes, los besugos de Xixario en Orio... Con 18 años recuerdo que Miguel Ángel me llevó con el dinero del bote a comer a Arzak. Tenían muy buena relación. Comimos de cine. Bajó Juan Mari a tomarse un gintónic con nosotros y se fue con la factura. La trajo luego y, al verla, ponía por detrás 'gracias por la visita'», sonríe. ¡Detalles de un grande!»

García Santos, Jenaro y la vizcaína

En casa de los Arbelaitz, cuenta, no había secretos. El conocimiento, las recetas, se compartían. «Hay que tener buena actitud y ganas de aprender. Y, lo primero, ser humilde. Echábamos muchas horas. Todavía recuerdo la tensión cuando venía Rafael García Santos. Por cierto, Rafael estuvo aquí comiendo la semana pasada y me dijo que mi vizcaína, la mejor que había comido detrás de la de Jenaro Pildain, es de 9,75; también probó los guisantes lagrima que me traen de Urnieta», apunta Raulega.

Tras Zuberoa, el chef trató de trazar camino en Zarautz y abrió Taberna Zaharra. Año 2000. Casi tres años trató de cuadrar números sólo con los llenos del fin de semana. Imposible. «Cerrar no fue un fracaso, fue un aprendizaje», suspira.

Así que, con su formación privilegiada de cocinero de hierro, se enroló en el Goizeko Wellington que montó en Madrid Jesús Santos (en 1982 abrió Goizeko Kabi en Bilbao). «Fueron unos años muy locos, se trabajaba una barbaridad. Siempre llenos. 250 y 300 servicios mañana y noche, todos los días. Estábamos entre los cinco mejores restaurantes de Madrid. En cocina éramos 16, y 24 en sala. Puro mestizaje: madrileños, catalanes, vascos, bolivianos, navarros, filipinos... Fui a pasar seis meses y estuve cuatro años como segundo de cocina. Los jueves por la tarde libraba y salía a tomar unos cortos por La Latina, por la Cava Baja. Allí probé las primeras cosas crudas como el tartar de atún, en el Nodo de Alberto Chicote. Y estaba bueno encima. ¿Que si fui a ver a la Real? Siiii. El año aquel que desalojaron el Bernabéu por un falso aviso de bomba. El 5 de enero de 2005 tuvieron que jugar los dos minutos que quedaban (más cuatro de descuento) con el Real Madrid y allí me fui. Abrieron las puertas. 22.000 espectadores y Amorrortu, de entrenador. Pensábamos que no iba a pasar nada. Zidane metió un gol de penalti», suspira.

Saltó Rauleaga luego al Goizeko Kabi de Bilbao (en 2006) porque, asegura, Madrid le estaba «consumiendo; al ser de pueblo, aquella ciudad me estaba absorbiendo, me cansé. Es muy bonita, pero con jornadas de 12-13 horas en hostelería, agota». Aquí fue jefe de cocina hasta que otra crisis acabó con el negocio. Se enroló en el Orma Hondo de Mikel Bustinza. Luego, con María Tubet, que trabajó como maître en el Goizeko, se hicieron cargo del Trueba (2012-2019) hasta que tuvo la oportunidad de mudarse a Abando. Siempre con la misma cocina. «Hay modas, pero esta cocina nuestra no va a desaparecer nunca», proclama. Rauleaga defiende a fuego la cocina de raza, la de siempre.

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