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Julián Méndez
Lunes, 29 de octubre 2018, 15:24
Como una niña el día de Reyes, Ana Vega Pérez de Arlucea (Bilbao, 1981) recorre con ojos brillantes el altillo de la marisquería Karlo's, en Iturribide. Aquí se apilan sin orden ni concierto miles de botellas, copas, carteles de Coca-Cola, bolis, coches, ceniceros, gafas y llaveros reunidos por el hostelero Carlos Cabanas desde (por lo menos) la Transición. «¡¡¡Miraaaaaaaa... Ohhhh!!! Esto es lo más. ¡Una botella de whisky en forma de campana de la boda de Lady Di! ¡Vasos de Vat 69! Copichuelas de Magno. Oggghhh. Hay botellas de Anís del Mono y coñac Veterano para prepararse un sol y sombra gigante... Y este plato de cerámica con un centollo portuguéssss es preciooooso... Alucino en colores», silba 'Biscayenne' (vizcaína, en francés), hada madrina y embajadora plenipotenciaria del viejunismo y sus mariachis.
La colaboradora de Jantour acaba de sacar de imprentas la obra definitiva (una enciclopedia Álvarez del asunto, podríamos decir) donde otorga carta de naturaleza absoluta a la cocina viejuna (Ed. Larousse, 19,90€). Nos citamos en este garito de Santutxu, auténtico templo del vintage desarrollista y del 'merchandising' celtibérico para una descacharrante sesión de fotos y charleta bajo la advocación del cóctel de gambas, «icono indiscutible de la cocina viejuna», y el vermú, que vendría a ser su bandera líquida.
Editorial Larousse.
Páginas 287.
Precio 19,90 €.
Para quién Cocinillas, chiripitifláuticos, nostálgicos y aficionados a la buena mesa. Incorpora recetas y cócteles.
Ana Vega lidera y presume con tronío de este movimiento culinario a quien la divulgadora otorga un papel seminal en el actual florecimiento gastronómico. «El horterismo fue el motor de la revolución», proclama 'Biscayenne' a los cuatro vientos sin que se le mueva el flequillo. Vega apuntala semejante razonamiento a lo largo y ancho de esta obra, divertida y muy salada, pero trufada de un rigor histórico y técnico que ya quisieran para sí muchos sesudos 'mastereses'...
«Esta cocina forma parte de tu identidad y seguramente también de tu estructura ósea. La modernidad nos vino de repente, pero en nuestro paladar están grabados a fuego los huevos rellenos, el pastel de pescado, los bocatas de-lo-que-tocara y el sabor artificioso pero irresistible de Tang», asegura apelando al lector. ¿Tang? ¿Ha dicho Tang? Aquí hay tema. «Al loro, cantimploro».
Vega, por lo que le pueda caer encima, precisa desde las primeras líneas que la palabra viejuno «no tiene nada de malo ni implica juicio peyorativo alguno». 'Porsia'. «En mi cabeza –razona– se refiere únicamente al pasado reciente, ese desde el que no ha transcurrido el tiempo suficiente para que sea reivindicado por nadie. Aún nos avergonzamos un poco de él y por eso no es cool, ni chic, ni in, ni ninguna de esas etiquetas chorras que ahora se ponen a las cosas guais», reflexiona 'Biscayenne' sobre el pobrecito pasado viejuno.
Su libro es mucho más que un viaje sentimental al pasado. Constituye también una reivindicación en toda regla del posibilismo (el tener posibles del desarrollismo), de la cultura ciudadana de los emigrantes de los 70-80, de las excursiones en 600, de las tarteras Magefesa y los cacharros de Esmaltaciones San Ignacio, de la publicidad incipiente del flan Royal, el chocolate Elgorriaga, la Pantera Rosa y los helados Camy... «Me he limitado a escribir lo que a mí me gustaría leer», dice, quitándose importancia.
«El viejunismo forma parte de un pasado común que todos recordamos y tiene un componente sentimental que lo hace particularmente cercano y divertido. ¿Quién no ha comido melón con jamón? ¿Quién no alucinó en su momento con el solomillo a la pimienta o con la tortilla Alaska (caliente por fuera y fresquíbiris por dentro, básicamente un helado cubierto con merengue y metido al horno)? Si están de moda el dichoso vintage y el revival de todo, pensé que, igual, era el momento de sacar punta a nuestra herencia culinaria más pop». El subtítulo del libro lo deja bien claro: Cómo pasó España de la comida en blanco y negro a la gastronomía en technicolor. «En treinta años, el panorama culinario ha cambiado de tal manera que resulta difícil reconciliar la España actual, ombligo de la vanguardia culinaria mundial, con aquel país que aún olía a ajo y dictadura», reflexiona Ana Vega.
Por sus páginas desfilan en orden y concierto personajes como el mismísimo Cándido, retratado junto a cuatro brillantes rostrizos antes de ser destrozados a golpes de karateka con el canto de un plato, o los viajes de Camilo José Cela a la nueva Alcarria gastronómica...
–¿Más gachas, don Camilo?
–Si se empeña... Come, Oteliña, que estás muy flaca.
También, sabrosas anécdotas, como el desembarco en Bilbao de Francisco Moreno y Herrera (1909-1978), marqués de la Eliseda, conde de los Andes y el primer crítico gastronómico, con sección fija en el ABC (con el pseudónimo de Savarin). Ocurrió en marzo de 1970. Savarin escribió sobre el mítico Jockey madrileño (donde no dejaron entrar a Versace por no ir vestido como Dios manda) y se maravilló por la presencia de hígados crudos enteros de oca. Escribió que era algo único... Un lector le replicó desde Bilbao y le dijo que naranjas de la China, que en el Colavidas (restorán de mucho fuste en los bajos de la estación de Abando que tuvo estrella Michelin) también servían hígados hipertrofiados. Y allí se presentó el marqués que «disfrutó como un enano junto al misterioso lector que le dio la pista. Espléndido, porque para algo era conde, el crítico invitó al famoso hígado fresco a las uvas, a un precio de 250 pesetas. Además tomaron otros antológicos platos viejunos como consomé, melón con jamón, crêpes y guisos de la tierra como menestra de verduras y merluza a la ondarresa. En total, 415 pesetas por barba» para probar un hígado que, en 1975, ya estaba en la carta de Arzak. Ana Vega incorpora la receta (fácil-fácil) para bordarlo.
Educados en el pimple desde la más tierna infancia a base de esos vinos quinados (que ahora vuelven y son lo más en restoranes como Mugaritz donde Guillermo Cruz nos convierte en cachorrillos de Paulov con el tónico reconstituyente de Jerez Quina), Vega coloca en un pedestal la figura del mueble bar y escribe la historia del revolucionario lumumba, de la leche de pantera («de bebida de la Legión a cubata de la Movida») o de aquellos carajillos que alegraban los mediodías currelas.
«Es lo que tiene haber empezado a beber hace 40 años, cuando se aprendía a empinar el codo con criterio y no en botellones de descampado o a base de artículos de tendencias. Solo hay que comparar tu exigua bodega –dos botellas de vino bueno para cuando vienen visitas, otra de alcohol importado por si te sale un día rumboso y un decantador que no has usado jamás– con el despliegue de luz y color del mueble bar de tus padres». Además de jaranera, Ana Vega es certera como un dardo irlandés... y a lo largo de casi 300 páginas. Qué delicia.
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