La guajira Zaida Cotes derrama un abundante chorro de arena del río Ranchería sobre la sartén. Al rato, con la arena ya muy caliente, arroja enormes granos de maíz morado y los remueve con una varita de madera de totumo. Zaida Cotes es una indígena ... wayuu y vive en un lugar de la costa caribeña donde no llueve nunca. Nunca. Los guajiros comen una suerte de ancestrales anchoas en salazón, regalo del sol de plomo derretido que calienta sus cabezas: les llaman cachirra y son pescaditos que mueren en las charcas salinas cuando calienta Lorenzo; los guajiros los recogen sin hacer caso de su fuerte olor, los secan, los soasan y los comen tras sacarles la piel. «Muy ricos...», suspira Zaida Cotes.
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Los wayuu siempre fueron autosuficientes. Así que Zaida se echa las manos a la cabeza al recordar las hambrunas recientes que han acechado a sus niños guajiros.
–«Hemos padecido desnutrición y han muerto niños de hambre...», clama, responsabilizando de la escasez al olvido de las tradiciones culinarias, a ese empeño por uniformizar la alimentación y volvernos seres dependientes de los designios de las multinacionales. «Los guajiros nunca necesitamos comprar alimentos de la ciudad. Nos conformamos con los chivos que pastoreamos, con maíz y frijoles», dice esta «portadora de tradición» en uno de los talleres desarrollados en la última jornada de Bogotá Madrid Fusión, el evento gastronómico que ha mostrado al mundo una Colombia mágica y feraz que vuelve la vista atrás, hacia su tradición y un conocimiento milenario, para posicionarse como una de las cocinas más atractivas de América.
Zaida Cotes tuesta maíz sobre la sartén y luego cierne la mezcla con dos coladeros de madera de achote. Con leche de cabra y la harina obtenida tras moler los granos dentro de un saco rojo –«en nuestra cultura todo tiene su significado»– prepara una papilla (actí, la llama) que los bebés deben tomar a cucharadas «cuando el Sol se está ocultando» mientras se les narra la leyenda de Matica de Piejojui. «La cocina materna una no la olvida nunca. Es instintiva... hay que dejar que se desarrolle», asegura esta mujer colocada por los vanguardistas cocineros de Celele (Sebastián Pinzón y Máximo Rodríguez) hasta el centro del mayor congreso de cocina latinoamericana, una especie de base de lanzamiento del saber culinario colombiano al universo.
Cotes habla en lengua caribe de su organización «matrilineal», del segundo velorio con que lloran a sus muertos en Jepirra, en el Cabo de la Vela a los seis años del fallecimiento, «con el espíritu del difunto ya purificado», y de que los restos de los cadáveres han de ser llevados hasta los tres cerros custodios «por una niña virgen de 10 u 11 años». Puro hechizo.
Bogotá Madrid Fusión fue realmente esto. Por un lado, la alta cocina de precisión de chefs como Joan Roca, Quique Dacosta, Nacho Manzano, Mario Sandoval, Maca de Castro, Virgilio Martínez, Yoshihiro Narisawa o Ana Ros... Por otro, la emergencia de una cocina mística y etnográfica, basada en conocimientos, lenguajes y productos arcanos y que estuvo representada de manera superlativa por Leonor Espinosa (Mejor Chef Femenina en 2017).
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Doña Leo dio voz a Leocadia Eyzango, Aimema Urue y Nuioerok, tres indígenas huitoto, con quienes entró en trance en la ceremonia del mambeo, un rito ancestral de conectividad cósmica al que se accede tras colocarse en el papo una masa de hoja de coca tostada y cenizas de yarumo, polvo verdísimo que te conecta con las estrellas por la vía rápida. «La flecha que apunta al corazón del hombre y del universo. La hoja verde de coca, la despensa cósmica».
Doña Leo, artista plástica y experimentadora total de la vida, ha convertido su restaurante de Bogotá en una suerte de enciclopedia de este país «de las mil cocinas» y «85 ecosistemas». En esa paleta de sabores y elementos nos sorprendió la idea de su hija, la sumiller Laura Hernández Espinosa, armando un cóctel salino con agua de mar del Pacífico y viche (bebida artesana caribeña preparada por mujeres)y colocando entre dos aguas la cáscara de una chorga (mejillón) que evocaba el lomo de la ballena jorobada. Inolvidable para los amantes de la mar y de los cetáceos.
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En una cocina de connotaciones mágicas (y en la que muchos de sus ingredientes son presentados como «afrodisíacos» y «sanadores») marcó memoria una carne de lengua de pirarucú (gigantesco pez amazónico) con una potente reducción de jugo del mismo pez y un velo de la viscosa piel del paiche con sabor neto a tierra y río. En el postre pueden aparecer semillas de indígenas del Putumayo, que además de sabor, prometen protegerte de la envidia. García Márquez fue un genio; pero, carallo, tenía la materia fértil más poderosa al alcance de sus dedos...
Si a Doña Leo, el mambe y su ritual de hoja de coca le permiten entrar en contacto con los ancestros, a cocineros como Mario Sandoval (de Coque) ese nexo con el pasado le puede arribar cocinando un chicharrón de cochinillo John Dallas o un escabeche aprendido de su tío ganadero. A Joan Roca le basta con girar la vista y cambiar una mirada cómplice con sus padres: con Josep –encargado todavía a sus ochenta y tantos de asar los pollastres del menú del día de Can Roca– o con Montserrat Fontané, a quienes hace viajar hasta Colombia con los platillos que sirve en una bola del mundo que se puede comer a bocados (gazpacho de calabaza y fruta de la pasión o un nugat de maíz tostado, caramelo, cochinillo y aguacate) que creó tras su viaje a Colombia en la primera edición de sus giras con el BBVA.
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«Entonces conocimos a Leonor, una matrona guardiana de la tradición, y aprendimos la importancia de la cocina de la pobreza, una cocina que vale un Potosí», recordaba Roca. A su espalda, un plato con cacao (los Roca, con el repostero Jordi en vanguardia tendrán en nada su propia fábrica de chocolate) sobre una moneda de oro precolombina del Museo del Oro de Bogotá que les sirvió de modelo. «El gusto ha viajado», resumía Roca, por esta «Disneylandia de los cocineros» que es Colombia, en palabras de Benjamín Lana.
Juan Santiago Gallego (30) rapado chef antioqueño, discípulo también de Leonor Espinosa, vende «sabores amazónicos» en La Chagra, uno de los puestos de comida indígena levantados al lado del pabellón Corferias, en Bogotá. «Hace diez años conocí el Amazonas con Leonor y cumplí el sueño que tenía desde niño. Me he relacionado y aprendido de las etnias ocaima, bora, tikuna, huitoto, kokama... Los indígenas usan la Naturaleza como fuente de conexión entre lo que existe y lo que no existe. El Amazonas colombiano permanece aislado porque allí estuvo el epicentro del conflicto armado. Hoy, el problema es el mercurio. Los buscadores que batean Río Triste usan mercurio para obtener el oro y el metal acaba en el estómago de todos nosotros. El mercurio envenena la selva para siempre. Es peor que la tala», se lamenta Gallego.
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Lo que no quita para que, acto seguido, nos sirva mojojoy, una larva que nace en el árbol caído del aguaje, y que tiene la apariencia y el sabor de una salchichita estratificada, un francfurt de soja con capas. El tartar de pirarucú con mahonesa de tucupí –reducción de la leche de la yuca brava– es puro umami. Todos, sabores desconocidos que nos despiertan la curiosidad por este universo feraz e ignoto (once cocinas regionales referenciadas) donde se come «carne de monte caliente» como el tapir y todos y cada uno de los roedores de la selva, desde la danja al cuy, sin perdonar a las serpientes, acaban en la cazuela. «Y tiene que probar el copoazú, una deliciosa variedad de cacao. Y las hormigas cabezonas y arrieras y el ajipipí de mono, que se parece al pene de un monito, y que los indígenas dejan 'humar' durante días en la maloca...», nos anima Juansa.
Pisamos el mercado de Paloquemao y comimos de la sabrosa guanábana, homérica fruta revestida de púas, enormes hormigas culonas santanderianas, el encocado (sabrosa sopa de camarones, aguacate, cilantro y leche de coco) que sirven en el Mesa Franca, con dos DJs pinchando vallenato de continuo en el local del moda. También los platos afro colombianos (otra cocina, de los esclavos huidos y libertos), en el luminoso Mini-mal donde Eduardo Martínez (ingeniero agrícola convertido en cocinero) concreta sus 20 años de viajes y contactos con comunidades indígenas y su descubrimiento del mar. Recordaremos sus orejas de perro, finas arepas de yuca rellenas de un guiso de conejo mechado, sazonado con leche de coco y ajís.
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Pura emergencia culinaria... que colisiona con la cruda realidad de que la mayoría de la población con posibles llena medio centenar de restaurantes (de estilo francés, japo o italiano) en la llamada Zona G. La impostura del postureo. Comer extranjero por 'vergüenza' de lo local. Para tratar de cambiar las cosas regresó la Armada. El asturiano Nacho Manzano es un ejemplo a seguir. Recordaba en Bogotá la vergüenza que sentía cuando empezó a cocinar las croquetas y el arroz con pitu que hacía su madre en la aldea de La Salgar. Hoy, los urbanitas pagan oro molido por esas joyas para la memoria. Colombia, ése es (debería ser) el camino.
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