Óscar García Marina (Vinuesa, 1974) es una especie de apóstol soriano de las trufas y las setas, el embajador de un paisaje despoblado y feraz. Pero el patrón del Baluarte de la calle Caballeros (con estrella Michelin desde 2016), que cocinó el martes en el ... restaurante Club Náutico de Bilbao, es muchas otras cosas además de cocinero. «¿Que si conozco las setas? Las primeras pesetas las gané cogiendo hongos y níscalos», se esponja. «Tendría diez años. Cogía la bici y me iba hasta el kilómetro 7 u 8 de mi pueblo, me metía en el monte y cargaba la cesta. Me sacaba mis buenas 500 pesetas», recuerda García.
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Esa infancia un tanto montaraz, su escaso interés por los estudios, le hicieron madurar muy pronto. En los mismos años en los que se empezaba a patear el bosque, sus padres le mandaron a estudiar interno. Cayó, junto a otras 800 buenas piezas, en el mismo colegio donde fue a parar Froilán de Marichalar en 2014, la SAFA (Colegio Episcopal Sagrada Familia de Sigüenza), colegio religioso y disciplinario. «Allí estaba lo mejor de cada casa, hasta un primo de 'El Vaquilla'... Me quedaba todos los fines de semana. Aquello era tristísimo. Allí hice la mili con diez años», suspira.
Siguieron los cambios. Cuando un empresario vizcaíno contrató a su padre como forestal, para que atendiera grandes plantaciones de pinos en los montes, Óscar llegó a Euskadi. Le matricularon en un colegio de Galdakao. Con escaso éxito. «Mi padre regresaba a Soria todos los sábados por la tarde y se ponía en camino a las tres de la madrugada del domingo para volver al tajo», recuerda. «Con 16 años me castigaron por las malas notas a trabajar en el monte, enganchando pinos. Enganchaba el doble que el resto, diez cadenas... Fue muy duro, pero sacaba un montón de billetes. Hasta que un día, aún no sé si fue una piedra o un pino, recibí un golpe enorme en la cara. Estuve 21 días en el hospital, con la mandíbula rota. No cogí ningún miedo. Volví a tirar pinos... ¿Cómo no voy a saber de setas?»
La familia decidió construir un restaurante, el Alvargonzález, y Óscar se convirtió en el encargado de bregar con las obras. Abrieron en 1997. «Mi idea era trabajar en sala. Estuve un año en la Zeus, la mejor cafetería de la comarca... Pero el 1 de enero de 2000 acabé en la cocina de nuestro restaurante por obligación. En Nochevieja el cocinero me anunció que no volvía. Me acordaba de los platos de mi madre: cremas, revueltos, hongos encebollados... y empecé a guisar. Los inviernos en Soria son tan largos que mi vida entera transcurría en la cocina», recuerda.
Allí, en aquella Soria que empezaba a asomar la cabeza con las gestas Fermín Cacho y Abel Antón, con los melancólicos poemas de Antonio Machado, el Barça jugando en Los Pajaritos y el estribillo «voy cá-miii-no-Só-ria» tronando en el coche, Óscar se dejó las pestañas entre libros: «los de Arzak, que eran los más entendibles, cosas de Pedro Subijana... De Adrià estudié el de recetas fáciles de Caprabo. Cada libro era un regalo, estaba muy ilusionado. Hice un curso con Quique Dacosta. Luego me marcó mi estancia con Berasategui en 2008, aquellos platos afrancesados tan bien pintados, la organización... Hoy, entre mis favoritos están El Culler de Pau y el BonAmn, de Alberto Ferruz en Jávea», sugiere.
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Sus once años en el Alvargonzález visontino y los pasados en Baluarte, le han dado poso y personalidad. «Hago lo que la Madre Naturaleza marca. El aroma de la trufa este año es espectacular. Yo soy mucho de tradición, aunque tengo mis flechazos. Trabajo 15 de las 900 setas que puedes encontrar en Soria. Si he de elegir una, me quedo con el boletus. Me lo ha dado todo. No hay nada que me haga más feliz que encontrar un boletus en el monte y cocinarlo».
García desplegó en el López de Haro el poderío de su menú de trufa, a 69 €, («aún así no somos el restaurante de los sorianos, la gente se tira más al asado y la sopa castellana»). Tubérculos, mantequilla ácida de Soria, sabores y fondos sabrosos de pichón, codorniz, corzo, setas y trufas sostienen una cocina muy personal. La sorpresa fue una tarta de queso de Oncala, con vainilla y trufa: una combinación sutil donde el hongo, vestido de la grasa animal, tira como un cohete con las burbujas del Folies de la Marqueterie, de Taittinger.
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Fue una cena de lo más contundente, como de otro tiempo, servida anoche por Iván Sáez (Desencaja, Madrid). Ahí va: morteruelo con trufa; oreja de lechón crujiente, quisquilla de Santa Pola ¡y caldo de callos a la madrileña! Más: zorzal frito con caracoles a la antigua y vinagreta; paloma torcaz con fabes estofadas en su consomé; ciervo, puré de chirivía y chutney de membrillo; cerceta asada, puré de pera y manzana asada con tamarindo y liebre à la royale. Dulces: pastel de almendra y helado de ¡manteca de vaca ahumada! Como para olvidar. Fue el colofón a los Menús de Invierno, abiertos por los hermanos Echapresto, continuada por Óscar García y que el miércoles contó con Miguel Ángel de la Cruz (La Botica, Matapozuelos, Valladolid) que empleó (es el único) «jalea de piñas verdes fermentadas», colmenillas, mojellas de vaca y venado con castañas.
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