Todos los asadores de chuletón, ya sean vascos o de la Conchinchina, deberían lucir una senyera valenciana en alguna esquinita. Sin Valencia no tendríamos chuletas ni txuletoiak y el trozo grueso de costilla con carne se habría llamado «filetón», «costillón» o vayan ustedes a saber. Quizás habría perdurado esa denominación autóctona, tan entrañable, de «villagodio», que es como durante la primera mitad del siglo XX se llamó a la chuleta gorda de lomo alto debido a un chiste bilbaíno: José de Echevarría y Bengoa (1874-1920), marqués de Villagodio, sufrió todo tipo de burlas por su empeño en convertirse en ganadero de toros bravos. La falta de casta de sus reses hizo que se consideraran indignas del albero y aptas únicamente para carne, de ahí que a los filetes grandes se les tildara con sorna de «villagodios».
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Para bien o para mal la nomenclatura villagodística acabó en el olvido y hoy en día triunfa el término «chuletón», que como les decía es de origen valenciano. La palabra latina axungia (grasa animal) dio pie en castellano a «enjundia» y en catalán a «xulla», que en gran parte de las tierras catalanohablantes se terminó aplicando al tocino pero que en Valencia tomó el significado particular de «costilla». Se adaptó al castellano como «chula» o «chulla», que en 1611 fue definida por Sebastián de Covarrubias como «las costillas de carnero cortadas en piezas de dos en dos, que la gente pobre compra cuando no tiene caudal para más, y también es cosa acomodada para almorzar un bocado. Es vocablo valenciano». Las chullas se asaban sobre brasas y además de fáciles de preparar eran bastante económicas, ya que siempre correspondían a tajadas delgadas de costilla con poca carne. Por ironías del lenguaje el diminutivo (xulleta) de aquellas xullas ya de por sí poco generosas terminó dando nombre a la chuleta, el corte con carne y hueso que se saca del lomo alto o parte superior del costillar de un animal. Luego sólo fue cuestión de añadir el sufijo aumentativo o apreciativo de -ón y ya tenemos inventado el «chuletón», vocablo que se empezó a usar tímidamente hace menos de un siglo.
La referencia chuletonera más antigua que he encontrado es del 18 de enero de 1928 y apareció en el diario deportivo Excelsior en un artículo sobre lo que los montañeros podían cocinar al aire libre. Por ejemplo, «un amplio chuletón asado a la parrilla sobre brasa viva» y que se llevaba de casa ya adobado con ajo, perejil ¡y pan rallado! Pero el vocablo no triunfó realmente hasta los 70: hasta entonces se impusieron los villagodios y las chuletas a secas, nunca tan gruesas como ahora.
Pensemos que la carne a gogó y en formato generoso fue una realidad al alcance de pocos hasta bien pasada la posguerra. Para conocer el antiguo alcance del consumo de carne en Euskadi es recomendable acudir al siempre esclarecedor 'Atlas de la alimentación doméstica en Vasconia' (1990), que explica claramente que aquí el carnivorismo fue siempre más un deseo que una realidad.
Lo típico era comer la carne guisada y con el acompañamiento obligatorio de legumbres, hortalizas, pan o caldo, de modo que la parte animal aportara sustancia y sabor a un plato «alargado» (ese concepto de economía doméstica tan olvidado) del que podía comer toda una familia. Los asados eran raros ya que no todo el mundo tenía en casa un horno propio, y la carne frita o a la brasa constituía un bocado excepcional, propio de bodas y funerales o al alcance de los ricos. Cuando se mataba un ternero la mayor parte de su carne se transformaba en cecina, que se podía conservar curada durante meses para dar gracia y proteína a las alubias. Según el mencionado 'Atlas', «la introducción de carne a la plancha o a la parrilla en la dieta ordinaria reflejó una transición debida a la elevación del nivel económico» de los hogares vascos y ocurrió a partir de los años 60.
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Fue entonces cuando se pusieron de moda los asadores y las chuletas de la mano de «los Jualianes»: primero Julián Albizuri en Berriz (Casa Juliantxu) y luego su tocayo Julián Rivas en Tolosa (Casa Julián). Ellos perfeccionaron el arte de la brasa y popularizaron el chuletón —ahora sí, con aumentativo— de hasta 7 centímetros de grosor. Del renombre de las chuletas de Berriz y del conflicto que hubo cuando se quiso registrar la marca con denominación de origen hablaremos otro día. Por ahora les dejo una pista sobre cómo eran las chuletas vascas hace 90 años, con su ajito, su perejil, su pan rallado y su carne bien aplastada.
Receta de la marquesa de Parabere en 'Platos escogidos de la cocina vasca', 1935
Se prepara una hermosa chuleta de buey de carne bien maciza, se le quitan los desperdicios y se aplasta con el machete, pues no debe nunca ser del espesor de la entrecôte. Se rocía la chuleta con aceite por ambos lados y se la deja así por espacio de unas dos horas. Se pica ajo y perejil muy menudo y se mezcla con pan rallado (sin tostar). Se sazona la chuleta con sal y bien impregnada de aceite se pasa por el pan rallado. Se tiene una parrilla puesta sobre buenas brasas y cuando los barrotes quemen se coloca encima la chuleta y se asa por ambos lados.
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