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Julián Méndez
Viernes, 13 de diciembre 2019, 18:56
La gente del campo tiene un olor propio. «¿Sabes cómo huele el zorro y el gato montés? Pues así huelo yo. Aunque también huelo a humo, y a resina, y a hojas, y a viento», escribió el caminante Julio Villar. Ese olor a humo de ... madera de encina se cosió –junto a un puñado de ideas y demandas insobornables– a la ropa y a la memoria del centenar de cocineros, personal de sala, productores e informadores que, convocados por la División de Gastronomía de Vocento, acudieron al encuentro internacional Terrae, desarrollado hace unos días entre Extremadura y el Alentejo portugués.
El mundo rural, su cocina, sus paisajes y sus paisanos son hoy un «ecosistema en vías de extinción», alertó Benjamín Lana en el Teatro de Zafra para dejar clara, desde el principio, la magnitud del problema. No es solo que un país quede vacío. Es que, al mismo tiempo, desaparece toda una cultura hecha de costumbres, modos, recetas y productos con su alma, su identidad y su lenguaje. Se trata de una extinción silenciosa, una escabechina contra la que nadie levanta la voz.
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La población española ha aumentado un 36% desde 1975. De 34,2 millones de habitantes en el año en que murió Franco hemos pasado a 47 millones en 2019, según datos del Instituto Nacional de Estadística. Hoy, apenas un 4,3% de la población española (no llegan a los dos millones de personas) reside en el campo. En 1900, el 97,9% de los españoles vivía en el medio rural. Su importancia económica (y su olvido por parte de la centrípeta Administración) ha caído en picado, representando hoy apenas un 2,5% del PIB. La aniquilación absoluta.
Sin embargo, todos somos o hemos sido pueblo en algún momento de nuestra vida o de nuestros apellidos. Nadie lo explicó mejor que el poeta Ángel González:«para que mi ser pese sobre el suelo, /fue necesario un ancho espacio/ y un largo tiempo:/ hombres de todo el mar y toda tierra,/ fértiles vientres de mujer, y cuerpos/ y más cuerpos, fundiéndose incesantes/en otro cuerpo nuevo».
Toda esa «energía latente» acumulada –como dijo Benjamín Lana–, que se niega a desaparecer y pelea por su supervivencia, afloró en el encuentro de Zafra. Frases como «en el futuro, el lujo será el mundo rural», pronunciada por el chef portugués José Avillez (Belcanto, 41º para The 50 Best), o «los que vivimos en territorios hostiles tenemos un problema si no logramos que nuestros clientes repitan, que vuelvan a comprar nuestro tiempo», argumentada por Toño Pérez (Atrio) sirvieron como chispazos para un incendio reivindicativo que, bien atizado, recorrerá la Península. Terrae prendió la mecha de la revuelta.
La razón está en el origen, en la necesidad de volver atrás y a esa capacidad de «mudar o tempo» que atribuye a la cocina la brasileña Manu Buffara. Lo contrario lleva a «homologar» la cocina, como se hace ya «con los productos que los cocineros compramos por catálogo». Desde primera hora esa añoranza (y saudade) se plasmó en el viaje al túnel del tiempo que nos regalaron los hermanos Gonçalves. Óscar y Antonio (G Pousada, en Bragança) descienden de judíos sefarditas asentados en Tras Os Montes y conservan la memoria de platos como el cuscús criptojudío (cuscos) o «las acelgas de los marranos» (mejor, marrados, según historiadores judíos), yerbas amargas que se comían en el rito del Pesaj.
Pasado, recuerdo y memoria como trampolín inevitable de futuro y emoción. Pero hay que creer. Y convencer. No lo pudo decir más claro Toño Pérez. «La comida de la memoria, la perdiz al modo de Alcántara, el vino de misa de Brozas, la perdiz al chocolate... no se la vendía a los extremeños porque en Atrio no la comía ni dios...», recordaba aupado ya a la seguridad de las dos estrellas y de la deslumbrante bodega que alumbra su marido Jose Polo. «Los restaurantes hacen que la gente vaya al campo», remarcaba Juanjo López, de La Tasquita de Enfrente, que, pese a encontrarse en la canalla y turistizada calle Ballesta se considera dueño de «un restaurante rural».
Habría que repetir que lo de la ruralidad es una opción, un modo de estar en el mundo que no tiene que ver, obligatoriamente, con el catastro. «No sabemos nada del campo; conocemos los nombres de las cosas, pero no los apellidos. Los cocineros debemos ser el primer filtro de las modas. Debemos conseguir que no lleguen más. Que aquí se cocine más cochinillo y menos ceviche», arengaba ese dinamitero con cámara y sombrero que es Sacha Hormaechea (Sacha). «Busco la identidad, el alma, en el mundo rural», remachaba Avillez.
Manolo de la Osa puso a su pueblo, Las Pedroñeras, epicentro del ajo morado, en el mapa culinario internacional. Cinco discípulos de aquel chef bohemio y generoso cocinaron en el Parador de Zafra. Álvaro Garrido (Mina) se descolgó con una compleja liebre al Senador Couteaux y Benito Gómez (Bardal, Ronda) dejó asombrados a los comensales con su carrillera de chivo y la adictiva mantequilla de Cabra. Notable la cococha de salmón con escabeche de perdiz de Sotres (El Retiro) seguida de una pintada con meunier marina de Dani Carnero (La Cosmopolita).
La mallorquina Maca de Castro sirvió un dulce Café de higos. «Sus menús eran banquetes; nunca he conocido a nadie tan desprendido como él. Manolo de la Osa rompió los moldes de la cocina creativa», suspiraba Álvaro Garrido. «Manolo necesitaba a su alrededor gente que estuviera feliz para cocinar a gusto», resumía el chef de Mina su estancia en Las Rejas, que compartió con su esposa Lara Martín.
«Lo que heredaste de tus antepasados hazlo tuyo y transmítelo», resumía el primer mandamiento de De la Osa el joven José Manuel de Dios (La Bien Aparecida, en Madrid), un hijo de jurdano que tiene más que claro qué es lo rural y hasta dónde puede llegar el abandono y el olvido. A su lado, el portugués de Tumba Lobos José Julio Vintem (un fenómeno de los platos de caza) animaba a conocer y recuperar la matanza del cochino en su Alentejo antes de visitar la bodega Herdade do Esporao.
Faltos de papeles, huérfanos de productos de primera mano, acogotados por los autoridades sanitarias y los sabuesos fiscales, los restauranes de pueblo –reservorios de Naturaleza y paisaje– se resisten a ser vistos como museos de una culinaria casi extinta. «Los paisanos no quieren subvenciones sino poder; quieren recuperar los centros de producción y los buenos sueldos», alerta Paul Collier. El talento migra a las metrópolis donde están los mejores sueldos, la vanguardia, sostiene este catedrático de Economía del Desarrollo de la Universidad de Oxford.
Pero otros, como Nacho Manzano o Luis Alberto Lera, hacen el camino inverso y se aferran a sus raíces, sacándoles punta. «Para dar bien de comer todos los días tengo que jugármela», clamaba Lera. «Debemos convertirnos en un lobby de presión», instaba María Solivella con el Manifiesto de Zafra en las manos. «La vanguardia viene de la periferia y nosotros somos excéntricos y garantes de nuestro territorio», argüía Manzano. «Sé que la mejor forma de dar visibilidad a mi pueblo es ir a una ciudad, ir a Madrid», reconocía Miguel Carretero (Santerra) llevando a primer plano el exotismo de lo rural. «La Naturaleza mandaba sobre nosotros; de la supervivencia, de la necesidad –subrayaba Edorta Lamo (Arrea!)–, hemos creado nuestra cocina furtiva».
«Es que la Naturaleza y su belleza son fundamentales», apuntaba Fina Puigdevall, llegada desde una tierra con 44 volcanes. «Debemos tejer nuestra propia red de proveedores; no puede ser que no pueda salir a coger manzanilla de mi pueblo y que me multen si la quiero vender», se desesperaba Ignacio Echapresto (Venta Moncalvillo). «Es que para dar algo diferente y auténtico nos la jugamos todos los días». La voz autorizada de David Pérez (El Ronquillo, Ramales de la Victoria) ponía el dedo en la llaga.
En el atardecer de la dehesa extremeña, con los cochinos tupándose a bellotas, se selló un pacto entre caballeros. «Vamos a hablar más», prometió Lana. «Lo primero que se cocina no son productos sino ideas, conceptos, valores y culturas... El principal motor de la gastronomía contemporánea es la búsqueda de la autenticidad y eso es lo que vosotros, cocineros rurales, sois y representáis sin necesidad de grandes discursos».
Un total de 42 cocineros se han sumado al Manifiesto de Zafra, un decálogo que será entregado al Parlamento Europeo. ¿Lo sustancial? La defensa a ultranza de la identidad rural y de la cocina como cultura así como la reclamación (a instituciones y partidos políticos) de «un pacto de Estado en defensa del medio rural» que «facilite recursos para recuperar las condiciones de vida dignas en los pueblos y garantizar su futuro». Los firmantes de este manifiesto abierto a la ciudadanía exigen «medidas concretas para impulsar los mercados locales y facilidades para la comercialización de todos los productos del campo con normativas sensibles a la realidad social y empresarial del mundo rural». Ésta es una de las reclamaciones de los cocineros de pueblo: la imposibilidad de emplear productos que reflejen la identidad de su tierra (caza, setas, huevos, pescados...) al no estar en los circuitos de comercialización clásicos. Cuando ése es, precisamente, su gran valor.
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