Samaniego, el paisaje en ocho vinos

Si se mira el pueblo desde la Ermita del Cristo, en la parte alta, se puede empezar a entender el mensaje que transportan estos vinos: hay un Samaniego que baja desde la carretera y otro que sube hacia la sierra. Y las uvas son muy distintas porque lo son los suelos, la incidencia del sol y los vientos y hasta la edad de los viñedos. Hasta los años setenta no se plantaban viñas en la parte alta, el clima era entonces muy distinto y quien empezó a trabajar uva allí era considerado un loco. Pues el vino de esas cepas locas de la colina también existe hoy: el tinto El Cristo de Samaniego, de Amaren, es el resultado del primer viñedo plantado en la zona alta de la localidad en 1980. El de 2018, que se pudo degustar en el evento, es especiado, balsámico, violeta en nariz y con nervio en boca, y una buena manera de conocer ese entorno a través de la copa.

Otra forma de beber Samaniego se llama M. Bello, el tinto joven (de 2022) de Bello Berganzo. Es un homenaje al abuelo Marino y la forma tradicional de elaborar, con una base de Tempranillo y algo del mezcla habitual de las viñas viejas de pequeñas parcelas de la zona baja (Garnacha, Graciano, algo de Viura) y de maceración carbónica en hormigón. Nada de potear con este jovencito; mejor comer bien por su potencia y expresividad.

En blancos, el nuevo blanco de autor de los Alútiz, del viñedo de Santa Lucía, en un 100% Viura prensado «a pie», fermentado con uva entera, doce meses de crianza y seis en botella que resulta «fino, sutil y elegante»; y el joven también 100% Viura de Heredad de Aduna, de las cepas más viejas de la bodega y recogidas un poco más tarde de lo que sería habitual –vendimiadas en hasta 20 parcelas–, se elabora con sus propias lías para darle más cuerpo y untuosidad. Tiene más color que un blanco convencional y aromas de frutas tropicales y herbáceos por el prensado del racimo entero.

Eso fue lo que presentaron las nuevas generaciones de bodegueros, herederos todos de una larga tradición familiar. La generación anterior de otras cuatro bodegas pone sobre la mesa de cata Lore 2020 de Ostatu, Baigorri de Garage 2018, Argia 2020 de Bodegas Pascual Larrieta y Fincas de Ganuza Reserva 2016. El primero es un blanco 50-50 Viura y Malvasía que pasa dos años en botella antes de salir al mercado y que habla del potencial del caldo; la Malvasía da untuosidad y la Viura frescura y sirven ambas para reivindicar el blanco en una zona de tintos y en una época en la que el mundo pide blancos.

El Argia presume de cepas viejas... y de no periodicidad: solo se elabora si las uvas tienen la calidad que el vino merece. El Garage de Baigorri es ya un icono, con más de 20 años desde su primera añada. Se lleva «el mejor Tempranillo» de la bodega y pasa 24 meses en barrica. Y el de Remírez de Ganuza fue el primer reserva de una casa que no hace ni jóvenes ni crianzas y que cada año mete en bodega solo la mitad de todas sus uvas, las mejores, y destina la otra mitad al granel. Para esta etiqueta, se utilizan cepas de 40-45 años de vida.