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guillermo elejabeitia
Viernes, 13 de marzo 2020, 13:32
Una garnacha centenaria de Ventosa envejecida en barrica, un joven graciano de Aldeanueva o un mazuelo de Quel criado en ánfora de barro pueden no tener mucho en común, salvo que todos lucen en la etiqueta el nombre de Rioja. Una muestra de la increíble ... diversidad que atesora la principal denominación de origen del país fue lo que brindó esta semana la cata organizada en Logroño por la asociación Bodegas Familiares de Rioja. Un sugerente recorrido por pequeños y medianos proyectos de viticultura que demuestran la efervescencia que vive la región.
Doscientos cincuenta profesionales –entre los que había sumilleres, jefes de sala, distribuidores o prescriptores– se dieron cita en Riojafórum para participar en una interesante cata autodirigida y conocer de primera mano el testimonio de los bodegueros. Hasta 106 caldos se pudieron probar a lo largo de la jornada agrupados en una veintena de catas temáticas según su procedencia, tipo de uva, edad de las cepas o método de elaboración.
Los tempranillos de Rioja Alta, del río Leza o del Iregua, las garnachas del Najerilla, La Rioja Baja o la Sonsierra, las variedades minoritarias –graciano, mazuelo, maturana tinta, tempranillo blanco–, las maceraciones carbónicas, las crianzas sin madera... El abanico era prácticamente inabarcable por eso la organización determinó que fueran los propios participantes quienes decidieran qué lotes probar en función de sus intereses personales. Un acierto que permitió a los asistentes explorar La Rioja a su aire en lugar de limitarse a un papel de mero espectador.
Entre lo más interesante que pudo catarse destacan el encomiable trabajo de recuperación de viñedos centenarios en toda la región, la exhuberancia de las pujantes garnachas del Najerilla, la versatilidad y delicadeza de sus gracianos o los intrépidos experimentos de crianza más allá de la madera. «Creo que hemos conseguido sorprender a los asistentes con la extraordinaria diversidad y movimiento que hay en Rioja en estos momentos entre las bodegas familiares», reconocía Ana Jiménez, coordinadora del evento.
Pero además la cita permitió ponerle cara y ojos a cada uno de los caldos, puesto que allí estaban las familias que los elaboran. Algunas con varias generaciones de bodegueros a sus espaldas, otras fruto de proyectos empresariales todavía en pañales, pero todas con una historia que contar. Como la de Eduardo Monge, propietario de Viña Ane, apenas cuatro hectáreas de vid en las que muestra una paleta de todas las variedades permitidas por el Consejo Regulador. Su padre vendía a la cooperativa una uva con la que él sin embargo elabora caldos tan cotizados como Laberinto, 850 botellas de un soberbio tempranillo.
O la de Sonia, nieta de Julio Ramírez de la Piscina, que en los años 40 montó en la bilbaína plaza Corazón de María una bodeguilla donde vendía los vinos que producía en San Vicente de la Sonsierra y Ábalos. O la de Javier Arizcuren, un arquitecto que ha mantenido vivo el viñedo de su familia en la sierra de Yerga, elaborando monovarietales de uvas ancestrales en una bodega de diseño construida en pleno centro de Logroño. Son solo algunas de las mil caras que se esconden detrás de cada etiqueta de Rioja.
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