
Es una historia de las buenas, con estructura clásica y un protagonista de ésos que siempre gustan, un misterioso hombre de origen humilde que alcanza el éxito de manera tan fulgurante como breve. En el argumento no faltan su poco de drama, su mucho de suerte, una pizca de guerra por aquí y otro tanto de imprescindible picaresca, pero lo mejor es el escenario en el que transcurre: París. No el de los Juegos Olímpicos de este 2024, sino aquel París romántico del Segundo Imperio en el que los efluvios de la absenta se mezclaban con nombres como los de Manet, Dumas o la emperatriz Eugenia de Montijo. Por entonces la ciudad de la luz tenía también muchas sombras, pero todo el mundo soñaba con visitarla alguna vez y, a ser posible, de manera tan habitual o prolongada como para poder presumir de ser un poquito parisino.
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Los elegantes de la segunda mitad del XIX también solían —si su presupuesto se lo permitía— pasar parte del verano en París. Sin necesidad de ponerse a remojo se empapaban de cultura y de glamour parisién, compraban lo último en moda, literatura o arte y aprovechaban para codearse con la alta sociedad europea. Con suerte de ahí salía un matrimonio de postín (como el de Eugenia con Napoleón III) y al menos se lo pasaba uno fetén durante semanas: por algo París era la capital mundial de los placeres, ya fueran carnales o intelectuales.
A pesar de sus ínfulas cosmopolitas, no todos los turistas que se acercaban al Sena dominaban el francés ni deseaban ser atendidos por extranjeros. Lo ideal para ellos era ver mundo sin necesidad de cambiar ni una sola de las costumbres que tenían en su propia casa, y por eso los viajeros solían elegir alojamientos especializados en ciertas culturas o idiomas. En París había hoteles de corte germano, eslavo, anglosajón y por supuesto también hispano, orientados estos últimos al público español y latinoamericano. Allí se podía comer a la usanza española, se respetaban los horarios o rutinas más comunes en el mundo hispanohablante y te atendían solícitamente en tu propia lengua, fuera ésta el castellano, el catalán... o el euskera. Uno de los hoteles más reputados de París anunciaba en 1862 que en él se hablaba «español, francés, inglés, catalán y vascuence». Lo pueden ver ustedes en la ilustración de aquí arriba, aunque para cuando se hizo el dibujo ya se llamaba Hôtel de la Terrasse Jouffroy en vez de Grand Hôtel Espagnol de Ciriaco Bilbao, que es el nombre que tuvo entre 1854 y 1864.
Sigue estando en el número 10 del bulevar Montmartre —al lado del pasaje Jouffroy y del museo de cera— aunque ahora se llame Hotel Ronceray-Opéra y nadie recuerde que fue un vasco quien le dio fama y forma. Ciriaco Bilbao fue un huérfano bilbaíno como tantos otros, bautizado con el nombre del santo del día (7 de abril, en su caso) y el apellido que se daba a los niños expósitos sin familia ni procedencia conocidas. Como hubo varios en esa situación no sabemos si nació en 1810, 13 o 16, pero sí que durante la Primera Guerra Carlista sirvió a las órdenes del general José María de Orbe y Elío, III marqués de Valde-Espina. Con él marchó al exilio francés en 1840, tras la derrota del carlismo, y con su ayuda abrió en 1842 la elegante Fonda Española en el centro de Burdeos.
Tras 12 años de experiencia bordelesa se trasladó a París con su mujer, también vizcaína, y su hijo Domingo (que sería espía de los carlistas en la tercera guerra). Primero cogió las riendas de un establecimiento en la rue de Trévise 15 (rebautizado como Hotel Ciriaco de Bilbao) y luego en 1856 se convirtió en el flamante propietario y director del Gran Hotel Español del bulevar Montmartre.
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Dirigido a los «españoles de ambos mundos» o lados del Atlántico, fue reformado para obtener una impresionante terraza con vistas a la calle, un comedor para 300 personas, 7 salones particulares y unas 100 habitaciones que costaban entre 3 y 80 francos al día. Las baratas eran para agentes comerciales, estudiantes o artistas, mientras que las más lujosas las llenaban riquísimos huéspedes hispanohablantes.
Ciriaco Bilbao era, según un cronista de 1861, «el vizcaíno más vizcaíno que he conocido en mi vida». Se hizo célebre entre los parisinos por molestar al vecindario tocando una campana que, todas las tardes poco antes de las 6, anunciaba la hora de la cena. Todos sus clientes se sentaban en torno a una misma mesa de enormes dimensiones para degustar cocido de legumbres o anguilas asadas al espetón, plato con el que el hotel alcanzó cierta relevancia culinaria antes de que nuestro protagonista se arruinara en 1863. Volvió a la carga en lo que él llamó Gran Hotel Bilbao y de la Plaza del Palacio Real y que no es otra cosa que el fabuloso Hôtel du Louvre, en la rue de Rivoli 170. Con él también se fue a la quiebra. Ciriaco acabó trabajando de cicerone y traductor para turistas antes de morir a los 88 años en su ciudad de adopción, la misma que dominó con toques de campana.
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