¿Es casualidad que hoy, justo antes de las elecciones, les hable yo aquí de cuchipandas politiqueras? Un poco sí y un poco no. Puestos a elegir una fecha para tratar el tema la verdad es que no había una más indicada que la jornada ... de reflexión, pero el documento que les saco hoy a colación lo conocí hace apenas un mes.
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A finales de marzo entré en la librería anticuaria Astarloa (en el número 4 de la calle Astarloa, Bilbao) y seguí mi habitual modus operandi allí. Me dirigí a la primera estantería de la derecha, según entras, que es donde tienen la sección de cocina, vinos y agricultura. Escogí un bonito facsímil de 'El arte culinario', un recetario publicado en Madrid en 1900 por Adolfo Solichon, antiguo cocinero de la Casa Real. Me acerqué al mostrador y me dispuse a disfrutar de lo mejor que ofrecen mis habituales visitas a Astarloa (aparte de la posibilidad de llevarte el libro de Solichon a casa por 12€ de nada): entablar conversación con Iker Madariaga, si es que no tiene demasiado trabajo, y cotillear acerca de alguna novedad fastuosa que haya caído en sus manos.
Tanto Iker como su padre Javier conocen mis filias bibliográficas, mis intereses y mi presupuesto ajustado, así que son tan increíblemente amables como para enseñarme joyas que no puedo comprar pero sí admirar. Algunas veces son recetas manuscritas o colecciones de menús de tiempos pasados y mejores; otras, libros de cocina antiquísimos, fotos de banquetes o preciosos carteles publicitarios de viejas marcas de alimentación. «Nos ha entrado algo que creo que te va a gustar», dicen. Siempre aciertan. Por un breve rato sostengo en mis manos algo que muy poca gente posee o que nadie ha visto en décadas, parloteo inconteniblemente mientras lo reviso y vuelvo a casa más contenta que unas pascuas. En mi última visita Iker me enseñó uno de esos tesoros: un documento escrito a mano en el que se detalla lo que comían los asistentes a las Juntas Generales de Gernika hace 170 años.
Son ocho folios encuadernados en piel y encabezados por el título de 'Ceremonial de funciones del M.N. y M.L. Señorío de Vizcaya'. En impecable caligrafía se relatan a continuación las normas y protocolos que regían en las reuniones de los diputados vizcaínos de entonces, desde la fórmula del juramento que debían prestar los nuevos «señores del Govierno de este Señorio» (sic) hasta las reglas sobre su participación en funciones religiosas, honras fúnebres, corridas de toros festivas o —y aquí viene lo llamativo, lo que Iker sabía que me iba a interesar sobremanera— en las comidas celebradas durante las Juntas Generales.
La sorpresa es máxima, porque aparecen detallados todos y cada uno de los platos que se servían a los asistentes a Juntas en la comida del mediodía, la merienda y la cena. La «Ynstruccion para el servicio de los Señores del Govierno de este Señorio y sus Dependientes durante el tiempo de Juntas Generales en Guernica» dedica primero un apartado al alojamiento de los participantes, cuartos preparados con el debido aseo («para cada uno el suyo») y equipados con cama, tocador y lavabo. Esto era para los apoderados o representantes de los pueblos, ya que los señores con título de corregidor, diputado, síndico, secretario de gobierno, ídem de justicia, consultor, tesorero y contador debían contar además con una mesa de despacho. El trato no era igual para todos y tampoco lo era su dieta: para comer durante los días de Juntas se ofrecían tres opciones (en mesa de primera, segunda y tercera clase) a distintos precios (75 reales diario, 45 y 27) y que lógicamente eran más o menos abundantes y refinadas, según el estatus y el bolsillo de cada procurador.
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Las mesas se vestían de la misma manera para todos, «con todo aseo y gusto y adornada con cubos para las botellas, platillos para los vasos, copas para vino y cubierto sobre los platos que serán dos, uno sopero y otro trinchero». La diferencia estaba en que a la mesa de primera clase llegaba un menú largo y no estrecho, sino anchísimo, mientras que los comensales de segunda y tercera clase no tenían tanto para elegir. Los más afortunados recibían a mediodía dos sopas diferentes y dos cocidos con gallina, chorizo, lengua y cecina; luego dos asados, cuatro pescados, dos menestras, dos dulces, cuatro frutas, dos almíbares, dos pasteles distintos, ciruelas secas, almendras, merengues y fresas. Para acompañar se servía vino blanco de Burdeos aprobado por el señor síndico y al final de la comida, cuatro botellas de vinos generosos de Jerez, Málaga o moscatel de Frontignan. Ojo porque el menú especial incluía un helado tras los postres y también «café y plus-café», concepto fabuloso para los lingotazos de licor.
La mesa de segunda era igual, pero con sólo ocho platos y vino clarete de pasto, y la de tercera reducía la minuta a sopa, cocido, guisado, pescado, un asado y cero postres pero con cuartillo y medio de clarete (¡750 ml!) por persona. Los de primera y segunda merendaban «agua de limón y chocolate de la mejor calidad, viscochos, etc» (los de tercera, aire) y luego por la noche las cenas eran también acordes a la categoría: los privilegiados comían un asado, dos ensaladas, dos pescados y dos guisos más los postres correspondientes y los mejores vinos. Los de segunda, cuatro platos sin concretar, una ensalada para compartir y clarete, y los de tercera clase dos platos y un postre. Que no está nada mal, pero claro, al lado de los otros... Ya ven ustedes que la política siempre ha tenido castas.
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