
Viernes, 25 de mayo 2018, 14:30
El resorte que desencadena la pasión por la cocina puede esconderse en cualquier parte. A Aitor Elizegi (Bilbao, 1966) el instinto se le despertó cuando cogía puñados de angulas crudas del mostrador de su abuela 'pescatera'. Hoy, mientras habla junto al muelle de la Ría, esa escena de las angulas frías le brinca en el paladar y su cara se ilumina con el recuerdo de la textura y el crujir de los minúsculos espinazos perfumados por el Cantábrico y por una migración inverosímil.
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Aitor Elizegi apoya la espalda contra una vieja columna de fundición, vigas H y mampostería del siglo XIX, piezas salitrosas y vividas que han sido rescatadas en Txocook, una de las tres patas de este islote gastro que ha establecido en el otrora bullicioso, mercantil y canalla muelle de Uribitarte. Del otro lado de la calle (hoy es un txoko) se encuentra el boliche donde 'María la cochina' preparaba sus bocadillos de campaña a los estibadores.
Bascook Dirección: Barroeta Aldamar, 8. Teléfono: 944009977. Web: www.bascook.com.
Txocook Dirección: P. Pío Baroja, 5. Teléfono: 944005567. Web: www.txocook.com.
Basquery Dirección: Ibañez de Bilbao, 8. Teléfono: 944072712. Web: www.basquery.com
Elizegi –que, como los salmones, ha hecho el camino desde la mar a los montes siguiendo el curso de los ríos, desde el chalet mostaza de Plentzia al que bautizó en 1995 como Gaminiz hasta estos antiguos almacenes de sal– se muestra satisfecho, como aquel cantante de soul que susurraba sentado en el muelle de la bahía. A su lado, una fresquera con manojos de espárragos, gruesos como los dedos de un amarrador, tomates que encierran el primer sol de la primavera, quesos enormes, mohosos y aromáticos, latas doradas... Cuando pasa la mano por la vieja artesa con los panes de Labeko y Krosta, su memoria recibe otro chispazo. Nos vamos a Santutxu, a la calle Juan de la Cosa, tras el mostrador de la Panadería Alberdi, un tabanco de 12 metros cuadrados. Aitor carga en los brazos barras de pan Lemona que reparte por hogares y comercios; de paso, recuerda alguna deuda pendiente anotada en la libreta por Pili, su madre.
Hay muchos otros momentos en la vida de este cocinero que revolucionó el tratamiento del bacalao (estableció la regla de no superar los 40º durante su cocción) y que volvió tarumbas a sus maestros cuando presentó una trucha con sopa de percebes y porrusalda con gelatina y yogur de perretxikos al concurso que le coronó como mejor cocinero español en 1998. El mismo alquimista iluminado que siguió hasta sus últimas consecuencias el rumbo de deconstruir el pilpil abierto por su maestro Ángel Lorente, «mariscal» en el Bermeo, «el mejor restaurante de hotel de España», para poder hacerlo en una batidora «fuera de la cazuela», con gelatinas y caldos de tripa de bacalao. Entre estos ladrillos del color del carmín asoma también la senda de las setas pequeñas seguida con el padre, en Zeanuri; la aventura de capturar pulpos y percebes en las calas de Natxitua, la búsqueda del acebo para preparar la liga con que coger pajaritos, una de las pasiones paternas.
Y la estupefacción, muchos años después, en el landés Relais de la Poste, al descubrir la ceremonia secreta de los ortolans (los hortelanos), grasos pajarillos ahogados en coñac que se saborean enteros, de una vez, mientras los comensales, en secreto, tapan sus cabezas con blancas servilletas para no perderse ni uno solo de sus voluptuosos aromas. La evidencia, en fin, de que el deseo es universal.
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En ese camino de la chimbera a los salones de Collonges-au-Mont-d'Or se condensa la vida de Aitor Elizegi Alberdi. «Para mi padre fue un fracaso que me quisiera dedicar a la cocina. Él, Txema, nacido el mismo día que don Marcelo Bielsa, trabajó de delineante toda su vida. Y en la misma empresa. Era carpintero, herrero, gerente, barítono, pelotari y gran chef de txoko; aún recuerdo su marmitako y su sopa de ajo. Quería algo mejor para mí. Pero estudié en la Escuela de Hostelería de Galdakao, en la segunda promoción de Bizkaia...»
Llegaron las prácticas, las míticas palmeras de chocolate cogidas al vuelo en la repostería del Ercilla, las 200 raciones de rabo de toro que quemó allí mismo en una ocasión desdichada, la evidencia de haber descubierto y controlar los fundamentos de la cocina, esos cambios sutiles que transmutan la comida. «Conozco la ecuación de la cocina desde hace 25 años, sé cómo y por qué suceden las cosas, la transformación de los alimentos. Las aleaciones, el trayecto físico-químico que ocurre en un flan, en una tortilla de patata, en un merengue o en una masa madre... Y, de lejos, a un metro de distancia, puedo saber el punto de un arroz», dice sin que suene a Farolín (fue pregonero de la Aste Nagusia en 2008) o Forofogoitia (lo suyo con el Athletic es más que amor, frenesí...)
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«Éramos surfistas; cocinábamos desde la ruina, pagando a escote, sin los intereses económicos que hay hoy... No fue fácil. Se debatían hasta los cortes de las carnes y los pescados porque acabamos con la suprema, con el lomo perfecto. Fue una reacción; pero no sabíamos hacia dónde íbamos. Empezaron a llegar los clientes listos, gente de 40 años que había viajado a Sant Celoni, a Lima, a elBulli, que se hacían preguntas. Se estableció una conexión entre Bizkaia, Cataluña y Alicante, gracias a que Quique García, del Ercilla, se casó en Denia con Dolores y abrieron La Olleta... O a que Víctor 'Kubita' Martínez había trabajado en elBulli. Había auténticas peregrinaciones. Fue la primera vez en que los artesanos hicieron la revolución. Compartíamos todo de forma espontánea. Nos hacíamos preguntas sobre la culinaria tradicional, milenaria, y poníamos las respuestas en el plato. Tuvimos la enorme suerte de que la clientela nos lo permitiera», resume Elizegi el terremoto de la Nueva Cocina.
«Salíamos de cada congreso en el Zaldiaran con 200 ideas en la cabeza, en plena ebullición. Era un chute. Y nos íbamos a comer a donde Ducasse, donde Gagnaire, a Zuberoa, a Arzak... te presentaban 30 platos que no habías visto en tu vida. Una de aquellas comidas era como haber pisado la Luna», recuerda Elizegi con nostalgia alborozada.
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En su caso cargó con piedras lunares y meteoritos para armar su Gaminiz naranja. Juanan Zaldua, ese hombretón que aún se ríe como un niño, le convenció para abrir un local pegado a la ría de Plentzia y convertido pronto en destino de paladares inquietos. Después llegaría un campeonato nacional de cocineros, la promesa de competir en el Bocuse d'Or de 1999 («me quedé sin mi talón y tuvimos que ir en un 127 con una chapa prestada por el Ercilla; aun así los japoneses premiaron mi pescado»).
Para la historia de la Cocina quedará su galleta crujiente de manzana con foie y manitas de cerdo (hum, la primera vez en Aretxondo, aquellas sí eran romerías) y las láminas de bacalao con pilpil de purrusalda y ajoarriero de txangurro de este cocinero que ha domesticado la momia pisciforme como pocos.
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Armó en 2000 el Gaminiz, en el Parque Tecnológico, que hoy dirige su hermano Asier; abrió el Goya en Berlín, el Sua, el Basque (Nueva York, 2010) y meses antes, el Bascook, en el muelle de Uribitarte, «un templo que cuenta en pocos segundos el carácter New Bilbao, un pequeño Guggenheim de ladrillo rojo». Txocook y Basquery son nuevas muescas en la culata del pistolero de Santutxu que hoy emplea a medio centenar de personas.
Artífice de ese aire de modernidad (tan replicada luego) que ha arrojado a la hostelería local al siglo XXI, Aitor Elizegi, el cocinero que asegura que con el pimiento choricero el hombre logró «domesticar el sol», solo presume de una cosa. De sus patatas fritas. A ellas dedica tardes enteras y con ellas premia a la prole y a Aitziber, «la mujer del muelle».
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