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Al venezolano Arturo Sosa no le gusta que se compare a la Compañía de Jesús con un Ejército «porque nuestro principio organizativo es lo contrario» a una estructura militar y «nuestra máxima autoridad no es una persona, sino una asamblea». Es verdad que ningún superior ... puede prescindir de la consulta en la toma de decisiones, pero él es el general y le toca gobernar la orden masculina más numerosa e influyente de la Iglesia católica siguiendo la voz del Papa. Es una milicia bien pertrechada, en cuanto a formación intelectual y disciplina, y con un valioso servicio de información, gracias a la red de más de 2.200 instituciones repartidas por todo el mundo, que trabajan sobre el terreno, muy bien relacionadas.
¿Cuántas divisiones tiene el Papa? Esa fue la desdeñosa pregunta que Stalin le hizo a Pierre Laval, ministro de Asuntos Exteriores de Francia, en mayo de 1935. La Santa Sede no tiene soldados, pero su diplomacia es una de las más requeridas y eficaces en la geopolítica internacional. Arturo Sosa y sus 15.000 efectivos están a las órdenes del pontífice para sacar adelante su reforma y su programa, pese a la resistencia de la facción conservadora que critica cada uno de sus movimientos. El actual 'ministro' de Economía del Vaticano es el jesuita español Juan Antonio Guerrero, 'fichado' por Francisco para poner orden entre los escándalos de corrupción.
La identificación de Sosa con los planes del Papa es total, según se trasluce en la conversación que el periodista Darío Menor ha mantenido con el superior general de los jesuitas, en la que intenta dejar claro que Francisco no le marca la agenda. Sosa, nieto de un migrante oriundo de Liérganes (Cantabria), lleva 54 años en la Compañía y su primer contacto con la orden fue a través de los jesuitas vascos enviados a Venezuela. Entonces era un joven rebelde que alternaba el estudio de la Biblia con la lectura de 'El Capital' de Marx y su visión era la del centro izquierda. Incluso le expulsaron de la Universidad en aquel emblemático año 68. Quiso conocer la experiencia de Ellacuría en El Salvador y la teología política que surgía en el Chile de Allende, pero el asesinato de Rutilio Grande en marzo de 1977 frustró sus planes y el vasco Pedro Arrupe le envió a Roma.
Los jesuitas son uno de los sectores más avanzados del catolicismo y no son pocos los que esperaban su regreso al liderazgo de la Iglesia. En el libro, Arturo Sosa carga contra los populismos, que «sustituyen al pueblo, lo someten y lo vacían de contenido», una experiencia que él la ha vivido en Venezuela. Hay una ultraderecha populista que utiliza la religión para fidelizar a su electorado. Sosa alerta sobre la perversión de la religión que se convierte en fanatismo, pero defiende la presencia de los católicos en la vida pública. «Nadie discute que Cáritas distribuya comida entre los necesitados, pero parece que sorprende cuando la Iglesia, apoyándose en los mismos derechos humanos, se opone a alguna ley que considera injusta». Rechaza, sin embargo, que la Iglesia se asocie a una ideología o a un programa político: «Es una ventaja que no haya hoy apenas partidos que se autodenominen católicos o cristianos».
El superior no elude cuestiones espinosas como la eutanasia («la vida tiene sentido hasta en la situación más desesperada»), el aborto («la posición de la Iglesia resulta contracultural, pero muy necesaria»), la homosexualidad («Jesús vino a salvar, no a condenar») o la pederastia. Sobre esta lacra, admite que «hemos encendido la luz en un cuarto que estaba oscuro, pero no todos los rincones están aún iluminados», y apuesta por la «justicia reparativa» poniendo a las víctimas en el centro sin olvidar el rescate de los victimarios: «A estas personas no las puedes meter en el congelador, hay que encontrar para ellas un espacio de servicio. En el fondo te encuentras ante personas que necesitan ser curadas», concede.
Por supuesto, Arturo Sosa defiende el modelo sinodal de liderazgo para la Iglesia, «que implica una mayor participación» y aboga por una reducción del clericalismo, «que es un intento de controlar y manipular la religión», situaciones que se otean en el horizonte tras el azote de la pandemia y el avance de la secularización. También pone en valor el papel de los jesuitas en favor de los refugiados, con los que se volcaron gracias a la intuición de Arrupe. Y en el cuidado y protección del medioambiente, que incluye la preocupación por los pueblos de la Amazonía. Fue otro vasco, el hermano José María Korta, el que fundó la Universidad Indígena de Venezuela, y fue rebautizado como 'Garza Blanca', 'Ajishama' en la lengua indígena. Sin olvidar la denuncia de las «estructuras de pecado» que favorecen la injustia y perpetuan la desigualdad, una doctrina deudora de la Teología latinoamericana y su opción por los pobres, que tienen que hacer compatible con su apego a las élites, gestionando las contradicciones que surgen en su misión.
Arturo Sosa asegura que el hecho de que Ignacio de Loyola fuera vasco pesa mucho en su figura. La provincia jesuita de Venezuela fue fundada por vascos, navarros y aragoneses, y el general tuvo la oportunidad de conocer a muchos de ellos. «Bromeábamos diciendo que mi inculturación como jesuita había sido por medio del País Vasco. Concuerdo en que la primera impresión de los vascos es que son de coraza dura, pero luego se ve lo muy suaves que son. (...) La Compañía de Jesús debe mucho a los vascos. Fue una gran ayuda para la Compañía que Ignacio fuera vasco».
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