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A. Corbillón | P. carro
Miércoles, 17 de abril 2019, 07:30
¡La catedral se quema! ¡La catedral se quema!». El eco de la frase llegó a todas las aceras de León aquel domingo 29 de mayo de 1966. Es el antecedente más parecido a la tragedia de Notre Dame que ha sufrido una seo española. Un rayo desató un fuego que calcinó toda la cubierta de la conocida como Pulchra Leonina, por la pureza de su gótico francés. Mario González, actual administrador del edificio, tenía 13 años, pero aún se acuerda. Estaba en el salón de actos del instituto y «la imagen de aquella tarde era apocalíptica».
El rayo rebotó hacia atrás con tal fuerza que puso las pletinas de hierro al rojo vivo y prendieron mecha en la techumbre. Entonces se le dio todo el mérito en la minimización de daños al arquitecto. «Su pericia limitó la carga de agua sobre las bóvedas y evitó un derrumbe», rememora González.
Pero no fue exactamente así. Ayer todo León se miraba en el espejo de París y los recuerdos de los más mayores buscaron un apellido: la saga de los canteros Seoane. «Nuestro padre salvó a la catedral», reclama con orgullo delante de la fachada principal José Andrés Seoane. Su progenitor -cantero mayor y restaurador- y toda la familia han rehabilitado todas las catedrales del norte de España. Las autoridades pusieron en las labores de extinción a José Andrés padre al frente de los bomberos. Conocía cada palmo. Subió arriba y les dijo dónde echar agua y algo de espuma, y hasta cuándo. «León está hecho con toba. Pesa menos, pero es una piedra porosa y con el agua hincha. ¡Pudo caer entera con el peso!», resume José Andrés hijo. La techumbre ardió tres días, pero los daños no pasaron de ahí. Después, Seoane recibió la Orden de Alfonso X el Sabio.
Hoy, Mario González es el gestor que debe vigilar para que no se repita. «Nos dimos cuenta de que el uso del agua podía ser contraproducente. De todas formas, en León se puso una cubierta metálica hace ocho años. No existen los riesgos de París», concluye. Además, el pararrayos se cambió por «el más moderno del mercado».
Tampoco queda madera en Burgos, la otra gran seña del gótico flamígero y «hermana menor» de Notre Dame, aunque en el diseño inicial se hizo una cubierta plana en lugar de inclinada como la francesa. «Apenas nos queda madera, salvo unas vigas originales que no se pudieron retirar al remodelar la cubierta», explica su arquitecto restaurador, Miguel Ángel Ortega. Entre 1965 y 1980, el hormigón y el hierro acabaron con los vestigios orgánicos, «un auténtico bosque restaurado», recuerda el presidente del Comité Asesor de la Fundación VIII Centenario (se celebra en 2021), René Payo.
«Lo de Notre Dame aquí es impensable», resume también el delegado diocesano de Patrimonio burgalés, Juan Álvarez. No solo se han eliminado los riesgos eléctricos en los retablos y policromías (única madera interior del templo). Hay incluso el más moderno sistema de detección y extinción por gas (Inergen) junto a la Sala Capitular. Saltaría de forma automática en caso de siniestro. «Allí hay un techo mudéjar, incunables de gran valor, y es el lugar donde trabajan los investigadores», advierte el fabriquero de la factoría burgalesa, Víctor Ochotorena.
Burgos es un caso único de restauración integral a punto de concluir. Se han dedicado 35 años y 40 millones de euros a limpiarla por dentro y por fuera. Pero tampoco ha esquivado los siniestros. En 1975 se desplomó el tejado sobre la capilla de Santa Tecla. «Era todo de madera y las cabezas de las vigas se habían podrido y se bajaban. Fue entonces cuando se empezó con los techos metálicos», rememora el anterior fabriquero y también aparejador, Agustín Lázaro.
En 1994, una de sus 400 figuras, la de San Lorenzo (500 kilos de peso), se desplomó de su peana sobre la plaza de Santa María. No hubo víctimas. «Una catedral es un patrimonio inacabado. Siempre están en obras. Sufren terremotos, incendios y guerras. Pero todas han sobrevivido. Notre Dame también lo logrará», reflexiona el catedrático de Historia del Arte René Payo.
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